Fernanda observó desconcertada cuando Dante Sforza pasó por su lado sin volverse siquiera. Aun cuando ella lo había saludado... o había intentado hacerlo ya que no había sido tan rápida al hablar. ¡Era tan grosero! Increíble, en verdad.
Él abrió la puerta de su oficina, la dejó así y continuó al interior. Fernanda miró sin saber qué hacer. ¿Debía quedarse ahí? ¿Debía recordarle que estaba esperándolo? ¿Acaso...?
–¿Qué hace ahí parada señorita Accorsi? –la voz exasperada de Dante retumbó en el lugar–. Entre. No tengo mucho tiempo disponible.
–Pero... –tartamudeó sin creer lo que escuchaba. ¿Nadie le había enseñado modales a ese hombre?–. No pensé que hubiera notado mi presencia. Ni siquiera ha devuelto mi saludo.
–Discúlpeme, pensé haberlo hecho –Dante descartó con su mano, sin mirarla–. Siéntese. ¿Qué hace en la puerta?
–Necesito toda la paciencia del mundo –murmuró Fernanda disgustada y tomó asiento frente a él. Reprimió un bufido.
–¿Qué? ¿Ahora qué le molesta? –finalmente, él la miró. Sus ojos claros se clavaban en ella, especulativos. Por unos segundos. Volvió a los documentos que tenía en el escritorio–. De cualquier manera, no sé si logre resumir su postura en diez minutos.
–¿Diez minutos?
–Sí, bueno... –miró su reloj y frunció el ceño–. Ocho, en realidad.
–¿Ocho?
–No lo logrará si sigue repitiendo mis palabras.
–¡Increíble! –exclamó finalmente, pero le salió como un resoplido. No en absoluto como el grito de exasperación que hubiera querido dar–. Usted es más desagradable con cada minuto que lo conozco. Definitivamente no servirá para mi evento navideño. Sin embargo, espero que considere mi petición de patrocinio de la Corporación Sforza.
–Necesito un informe y un presupuesto. La Corporación no provee fondos sin sentido –añadió distraído–. ¿Es todo?
–Ni mucho menos.
–Pues se le ha agotado el tiempo –se incorporó detrás de su escritorio–. Lo siento señorita Accorsi, pero debo pedirle que se marche.
–¿Solo así? ¿Me ha hecho venir para burlarse de mí? –sus ojos verdes relampagueaban furiosos.
–Yo no... –Dante suspiró, como si intentara razonar con alguien que no atendía a lógica alguna–. No tengo más tiempo, señorita Accorsi. Ha sido mi culpa no haber podido avisarle que he tenido un imprevisto de la Corporación y me obliga a acortar nuestra reunión. Pero, si realmente queda algo por decir, podría comer conmigo.
–¿Qué?
–Es mi única hora libre –echó un vistazo a su agenda– durante las siguientes dos semanas.
¡Demonios! Una comida con él sería... extraña. No porque no lo hubiera hecho antes, sino porque le apetecía demasiado. Y no estaba bien. Ella debería despreciar su compañía, porque era un hombre imposible, pero no la despreciaba. Al contrario. La quería... la anhelaba.
Sintió un escalofrío y frunció el ceño. No. Esto era un gran y rotundo no. ¿Anhelaba? ¿Quería?
Sí, de acuerdo, era un hombre atractivo. Y en la misma medida que era guapo era desagradable. ¿Tan superficial era? No lo creía.
Apretó los dientes, se obligó a asentir y se giró.
–¿A qué hora, señor Sforza? –soltó sin mirarlo, aún caminando hasta la puerta de la oficina.
–A la una en punto, señorita Accorsi.
Ella se detuvo. Giró y le arrojó una tarjeta en el escritorio. Algo que sabía era un signo total de descortesía.
–Haga que su asistente llame a mi asistente para fijar el día y lugar. Buen día, señor Sforza.
Dio la vuelta con demasiado ímpetu y caminó pisando fuerte. No había esperado respuesta de él y, seguramente, ni siquiera había intentado replicar. Solo lo sabía. A él poco o nada le importaba lo que ella hiciera.
***
–Empezaba a pensar que no vendría, señorita Accorsi.
–Yo siempre cumplo mis compromisos, señor Sforza –contestó Fernanda deslizándose en la silla frente a él–. ¿Puedo empezar?
–¿Empezar? Ah, sí. Su exposición de sus obras benéficas. Adelante.
A Fernanda no le gustó el ligero matiz sarcástico que había dado a sus palabras pero decidió ignorarlo. Ya había tenido suficientes desacuerdos con este hombre, como para añadir uno más, que no beneficiarían a su causa. Además, ¿cuál era el punto? Solo perdería tiempo.
Relató un breve bosquejo de la labor de la Fundación, sus principales actividades y los grupos vulnerables a los que atendían. Para su sorpresa, él la escuchó con total atención, sin mirar su reloj ni su celular, como hacían varias personas con las que generalmente trataba.
–Bueno, ha captado mi atención, señorita Accorsi –Dante señaló al menú frente a ella–. ¿Le molestaría que ordenáramos?
–Cierto. Lo siento –Fernanda le dedicó una tímida sonrisa–. Por poco lo olvido –musitó azorada.
–Sí, veo que las actividades a las que se dedica realmente le gustan.
–Así es.
–Eso es poco común. Que a alguien le guste ayudar desinteresadamente y lo disfrute –Dante deslizó su mirada rápidamente por el menú–. No logro decidir si eso es un punto a favor o en contra.
–¿Disculpe?
–Las emociones nublan la razón –explicó Dante fijando sus ojos en ella– ¿sabe? Eso casi nunca termina bien.
–¿Me critica porque amo mi trabajo?
–Precisamente. Amar es una manera extraña de referirse a eso.
–¿Y cómo lo diría usted?
–Es una necesidad para muchos. Un capricho para los que pueden. Un pasatiempo para quienes tienen demasiado tiempo libre.
–¿Y usted en cuál de esos grupos se encuentra, señor Sforza?
Él se encogió de hombros y no contestó porque el mesero se acercó a tomar su orden. Fernanda pidió lo primero que vio, sin realmente prestar atención. Quería continuar con la conversación.
–Señor Sforza –llamó Fernanda tras cinco minutos sumidos en el silencio. Él la miró–. ¿En cuál grupo?
–¿Grupo?
–Su trabajo. ¿Necesidad, capricho o pasatiempo?
–Supongo que un poco de los tres... lo cierto es que es una obligación.
–Ah. ¿No lo disfruta?
–No he dicho eso.
–¿Entonces, qué exactamente está diciendo?
–Yo no siento emoción alguna por mi trabajo. De hecho, no siento nada en él –sus últimas palabras perdieron firmeza. Fernanda arqueó una ceja–. De cualquier manera, consideraré incluir su Fundación.
–Gracias –respondió, buscando qué decir. Aquellas palabras sobre lo que no sentía con respecto a su trabajo habían sido sorprendentes. Le había dado la impresión de que en alguna parte habían dejado de ser sobre su trabajo y más sobre su vida. Toda su vida.
–No tiene por qué darlas. Ha expuesto un caso convincente.
–Tan pragmático –Fernanda apartó sus pensamientos y esbozó una leve sonrisa–. ¿Disfruta desconcertando a las personas, señor Sforza?
–¿Cómo?
–Sus cambios bruscos de tema, sus modales cortantes, sus réplicas que destilan una sutil ironía. ¿Es divertido?
–Solo con usted, señorita Accorsi –contestó en un tono tal que Fernanda no pudo determinar si lo decía en serio o se estaba burlando de ella. Probablemente lo último.
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Escucha a tu corazón (Sforza #3)
Roman d'amourLa pérdida del amor había convencido a Dante Sforza que su vida no tenía el menor sentido. Aquello de que era mejor amar y haber perdido, que nunca haber amado, debía ser una clase de retorcida broma. Tenía que serlo. Quien lo había dicho, no había...