La estaba perdiendo. Esa certeza lo invadió conforme la seguía al interior del estudio. Fernanda estaba prácticamente fuera de su vida, había construido un muro impenetrable, invisible sí, pero muy real. Casi palpable. Y no pretendía dejarlo entrar, ni un mísero rayo de esperanza se dibujaba para él en ese panorama.
Ella lucía tan distante, tan tranquila... resignada. Como si todo estuviera perdido. Dios, no quería que se diera por vencida en su relación. No todavía. No ahora ni nunca.
Porque... la necesitaba. La deseaba. La añoraba.
Cielos, hasta podría decirse que... la amaba. De verdad. No como parte de una elaborada trampa para mantenerla a su lado. No. Sino un amor de verdad, intenso y profundo, inmenso. Tan real.
Apretó la mano en un puño, esforzándose por mantener su rostro sereno y sus pensamientos ordenados. No podía enfrentar aquella verdad ahora. No era el momento.
Primero debía hacer que lo escuchara. Que comprendiera. Después, cuando ella se quedara a su lado, admitiría para sí que la amaba total y absolutamente, mientras decidía su siguiente movimiento para protegerse. Pero no ahora.
–¿Dante?
–Como supongo recuerdas, la madre de Connor murió alrededor de la fecha de su cumpleaños, ¿cierto? –Dante tragó con fuerza–. Bien, no fue exactamente así. Paola falleció... después del nacimiento de Connor. En el parto. No pudo... no... –ocultó el rostro–. No tuve que hacerme cargo de un bebé, sino de un recién nacido, Fernanda.
–Oh.
–Sí. Y no era algo que debía suceder. Ni siquiera había la mínima posibilidad de que se complicara pero, ¿acaso eso importó? –él soltó una carcajada seca–. No importó lo que dijeran los médicos, el parto se complicó y Paola murió. No hubo nada que... me quedé solo.
–Dante...
–No tienes idea lo que es estar solo, Fernanda. No así. No esa soledad abrumadora que sientes a pesar de estar rodeado de personas. De ese tipo que no puedes hacer nada, que te asfixia y te consume. Nadie llegaba a mí. Ni siquiera me importaba la vida más, ni mi hijo –confesó en un hilo de voz–. Soy un terrible padre... una horrible persona por admitir esto pero es la verdad. Nada me importaba. Yo solo la quería de vuelta y, demonios, habría dado mi alma por verla de regreso.
–La amas.
–La amé –precisó, clavando sus ojos celestes brillantes en ella–. Y pensé que jamás amaría a nadie más así. Y no lo hice. Tú, Fernanda, significas algo completamente diferente. Incluso dudaba en que fuera amor, porque no se parecía a lo que había experimentado antes... sin embargo, es amor. Diferente, apasionado, alocado, aterrador, profundo, pero amor al fin y al cabo.
–Yo...
–Sí. Con Paola mi vida se veía bien, feliz, tranquila. Estoy convencido que podría haber sido feliz. Pero fue distinto. No como tú. A tu lado, Fernanda, reviví. Una vez más, sentí. Tú me diste lo que ni siquiera sabía que había perdido. Las ganas de vivir. De sentir. Las emociones. Sí, de acuerdo, con Paola era feliz todo el tiempo. Pero contigo soy total, perdida y delirantemente feliz a momentos. Otras veces me sacas de quicio y algunas ocasiones siento que podría gritar hasta quedarme sin voz... así de extremo es lo que tú causas. Tú atraes un vendaval de emociones a mi vida. No sé si para ti tiene sentido lo que estoy diciendo pero, contigo, no hay calma ni tranquilidad... solo un mundo de cosas inesperadas, emocionantes y... jamás había sido tan feliz en toda mi vida. Ni siquiera pensé que existía algo así. Como lo nuestro. Que existía alguien como tú.
Fernanda no decía nada. Ni siquiera estaba seguro de que lo escuchara pero una lágrima rodó por su mejilla. Dios, la estaba perdiendo más.
–Fernanda, sé que todo lo que te estoy diciendo es un cúmulo de ideas sin orden ni sentido pero... estoy tan confuso ahora mismo. Quería... quería mantener todo bajo control, solo que no puedo. No contigo. Tú desatas y desbaratas mis ordenadas ideas y todo mi control.
–Dante, detente –Fernanda habló bajo–. Por favor, no sigas.
–Fernanda, por favor...
–No. Yo te pido por favor. No sigas. ¿No ves el daño que nos haces?
–¿Qué? Pero, ¿por qué...?
–Porque no sirve de nada, Dante. ¿Y qué? ¿Qué si te hago sentir así como dices? ¡No sirve de nada! Tú también me haces sentir todo eso y más. No pensé que te encontraría, que podría sentir lo que sabía que estaba destinado para mí hasta que te vi, y lo supe. Y caí y no he dejado de caer. Pero, ¿de qué sirve? No cambia nada. Tú no cederás y yo...
–¿No has escuchado lo que te dije?
–Sí, te escuché. Y te comprendo. Pero...
–No cambia nada –completó él, con desánimo.
–No.
Dante dejó caer la cabeza entre las manos y largó un suspiro. No podía darse por vencido, pero no tenía la menor idea de qué más hacer. Había pensado que quizá revelando su mayor temor, ella lo vería... lo comprendería. Y sí, podría comprenderlo. Sin embargo, eso no significaba que ella aceptaría su solución. Había estado equivocado.
–Dante –Fernanda alargó la mano y rozó suavemente su cabello–. Lo siento. Lo siento mucho.
Él la miró, confuso. Los ojos verdes de ella contenían amor, dolor y resignación. Desvió la mirada para no contemplar aquello más. Era demasiado duro.
–Quédate.
–Dante...
–Fernanda, por favor, te lo ruego, quédate.
–No hagas esto más difícil, Dante –pidió, aunque se notaba el nudo en la garganta al pronunciar aquellas palabras–. Sabes que no puedo.
–No. No sé.
–Sí, lo sabes. Yo no quiero resentir de nosotros, Dante. No quiero... odiarte.
–¿Odiarme? –Dante la miró de nuevo–. ¿Por no querer verte morir?
–No voy a morir –Fernanda observó el terror y la incredulidad en sus ojos–. Bien, voy a morir en algún momento. Pero no ahora. No por...
–No lo sabes.
–Ni tú.
–Pero podría suceder.
–O no.
–Fernanda, no es un juego.
–Lo sé. Es nuestro futuro, Dante. ¿Un juego de azar?
–Fernanda... –Dante tragó con fuerza una vez más–. ¿Qué voy a hacer sin ti? No podría. No puedo.
–Tendrás que superarlo. Lo haremos –intentó sonar segura. Él no la creyó ni por un segundo–. ¿Eventualmente?
–No. No lo creo. Tú tampoco. Sabes que esto no sucede todos los días. Lo que tenemos... es diferente. Es raro de hallar.
–Lo sé –musitó. Hizo amago de levantarse y, por un minuto, Dante se resignó a dejarla ir. A la idea de que no había solución para ellos. De que lo único que podía era dejarla ir. Un eterno minuto nada más–. ¿Dante? –preguntó, observando como el brazo de él se enroscaba alrededor de su estómago–. ¿Qué haces?
–No puedo. No te dejaré ir, Fernanda –Dante se levantó, sin soltarla–. Te amo. Dios sabe que te amo y no puedo dejarte ir. Así que, está bien, acepto. Haré cualquier cosa. Lo que tú quieras. Pero no renuncies a nosotros. No me dejes.
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Escucha a tu corazón (Sforza #3)
RomanceLa pérdida del amor había convencido a Dante Sforza que su vida no tenía el menor sentido. Aquello de que era mejor amar y haber perdido, que nunca haber amado, debía ser una clase de retorcida broma. Tenía que serlo. Quien lo había dicho, no había...