Fernanda ladeó el rostro y observó fijamente a Dante. Había hecho lo mismo en el transcurso de la última media hora pero no lograba definir qué era lo que parecía tan diferente en él. Suponía que tendría que ver con la forma en que se estaba conduciendo en la reunión o la facilidad con que parecía adaptarse a las circunstancias inesperadas que había supuesto la llegada de la señora Lamberti. Aunque no, no era todo. Había algo más. Algo indefinible... casi palpable en el aire que lo rodeaba cuando dirigía su mirada hacia ella. Solo un par de segundos. Pero, oh Dios, ese hombre sí que sabía cómo mirar. Y como besar.
Reprimió el ademán automático de llevarse la mano a los labios. Cielos, estaba perdiendo la razón. No había otra explicación para lo que le estaba sucediendo. Al menos, no una posible.
–Así que, en efecto –concluyó Dante– la Corporación Sforza será un benefactor decisivo a partir de este año –y sonrió.
Fernanda se obligó a desviar la mirada o no respondía de sus actos. Quería besarlo. Ahí, frente a la mitad de su equipo de trabajo y en las oficinas de la Corporación Sforza, quería arrojarse a los brazos de Dante y besarlo hasta que se quedaran sin sentido.
Sería tan, tan bueno.
–¿Qué es, Fernanda? –susurró Dante a su lado. Ella reprimió un escalofrío–. ¿Estás bien?
–No. No lo estoy –respondió con voz forzada.
–¿Por qué? ¿Qué sucedió?
–Tú. Dante Sforza, tú sucediste –musitó y lo miró–. ¿Te enfadarías mucho si te beso ahora?
–No. Aunque preferiría no tener una audiencia si no te molesta –contestó pero en su voz se adivinaba un deje risueño–. En mi oficina. A solas. Puedes hacer lo que quieras conmigo.
–Esa es una promesa peligrosa, ¿sabes?
–Y es una muy real, Fernanda –deslizó lentamente su mano por la espalda de ella–. En cinco minutos sabrás que cuando un Sforza promete algo, siempre lo cumple.
–Y tú sabrás que cuando una Accorsi te advierte de peligro –añadió en voz baja– siempre debes escuchar.
Dante no podía decir que no le había advertido de lo que venía. Ella no estaba dispuesta a reservarse nada, no ahora que había encontrado lo que durante tanto tiempo esperó encontrar y, hasta un determinado momento, empezó a dudar que existiera.
¿Por qué esperar? ¿Por qué dejar que la enorme posibilidad de un corazón roto le impidiera disfrutar de la que quizá fuera su única oportunidad de amar completamente? Sabía, en el fondo de su alma, que no podría entregarse totalmente a nadie diferente. Lo había intentado durante años sin resultado. No había posibilidad.
Hasta que llegó Dante Sforza, con sus grandiosos ojos celestes, su alma torturada y su corazón roto. Un hombre que no esperaba, ni quería, enamorarse y que definitivamente no buscaba una relación con mujer alguna. Mucho menos con ella.
Sabía en lo que se estaba involucrando. Conocía los peligros pero eso no la disuadió. Si alguien preguntara la razón, no podría dar una. Daría miles. Pero, de momento, se conformaba con decir que nada, nunca, se había sentido tan correcto como estar en sus brazos.
–Pensé que bromeabas –murmuró Dante, sin aliento. Fernanda dejó salir una sonrisa traviesa–. Ya veo que no.
–Te lo advertí, señor Sforza –replicó y una nota de inusitada ternura tiñó su voz. Él curvó sus labios levemente.
–La próxima vez, me daré por advertido. Aunque –añadió mientras acariciaba un mechón de cabello suelto de Fernanda– no creo que haría nada por evitarlo.
–¿Debo sentirme halagada? –intentó bromear pero Dante no reaccionó como esperaba. Suspiró–. Voy a tener que seguir marchando con sumo cuidado a tu alrededor, ¿cierto?
–No. No es eso. –Dante ocultó su rostro–. Es solo que...
–Dante, no pasa nada –Fernanda posó la mano en su brazo, en gesto tranquilizador–. Sé que es difícil para ti. No tienes que decir nada.
–Pero...
–Nada, Dante. No es necesario. Somos adultos, ¿sabes? –abarcó a su alrededor con las manos–. Esta es una de las ventajas. No tenemos que dar explicaciones de lo que hacemos o dejamos de hacer a nadie.
–¿A nadie?
–En absoluto.
–¿Estás segura?
–¿Qué quieres decir?
–Sí hay alguien con quién tendremos que hablarlo.
–¿Por qué?
–Porque lo involucra –Dante se encogió de hombros–. Mi hijo te adora.
–Bueno, yo adoro a Connor también pero no entiendo qué...
–Él lo sabrá. Lo notará.
–¿Cómo? Tú y yo podemos ser discretos, Dante. ¿No ha quedado demostrado hace unos instantes?
Dante no pudo reprimir más una enorme sonrisa. Fernanda se sintió aliviada y muy tentada de volver a sus brazos.
–Tú, Fernanda Accorsi, eres un peligro.
–Creo que ya lo habías mencionado antes.
–Pues no ha dejado de ser menos cierto ahora.
Fernanda se incorporó y empezó a caminar hacia la puerta del despacho de Dante. Él carraspeó.
–¿Sí? –inquirió, mirándolo de reojo.
–¿A dónde vas?
–Tengo trabajo.
–Y... solo... ¿te vas?
–Por supuesto. ¿Qué se supone que haga?
–Yo... nada.
–Dante.
–No, está bien. Vete, Fernanda.
–¿Qué voy a hacer contigo, señor Sforza? –musitó Fernanda negando lentamente. Deshizo sus pasos hasta estar frente a él–. ¿Ahora qué esperas? ¿No me abrazarás?
–No sé si pueda.
–Dante –repitió, impaciente.
–¿Y si no logro soltarte?
–¿Por qué sería ese un problema? –preguntó acercando su rostro hacia él–. No te estoy pidiendo que lo hagas, ¿o sí?
–No –respondió, tragando con fuerza. Fernanda apenas podía creer el poder que parecía tener sobre él. ¿Sería posible?–. Fernanda, quédate.
–Voy a hacerlo.
–¿Lo prometes?
–Sí.
Y se echó en su regazo, porque en verdad, ¿qué más podía hacer?
Aunque quedaba ahí pendiente, colgando sobre ellos, lo que no había llegado a preguntar pero que no dejaba de dar vueltas en su cabeza.
Sí, se quedaría. Lo había prometido. Él se lo había pedido.
Sin embargo, lo verdaderamente trascendente no era esa petición inusual sino qué significaba. Aquello no se atrevía a susurrar siquiera. Porque no era tan idiota como para imaginar que duraría. Así que, ¿por cuánto?
¿Por cuánto tiempo, Dante Sforza, la querría a su lado?
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Escucha a tu corazón (Sforza #3)
Roman d'amourLa pérdida del amor había convencido a Dante Sforza que su vida no tenía el menor sentido. Aquello de que era mejor amar y haber perdido, que nunca haber amado, debía ser una clase de retorcida broma. Tenía que serlo. Quien lo había dicho, no había...