Capítulo 35

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Fernanda no pudo evitar estrecharlo entre sus brazos, aferrarse a él y concentrarse en volver a respirar. Había temido tanto el momento de dejarlo ir; y, ahora, parecía que se quedaría. A su lado. Siempre.

Empezó a sonreír, buscando su rostro, y la gravedad en él la dejó helada. No, a Dante no parecía hacerle la menor ilusión aquello que había dicho. Y, lo cierto era, ¿por qué debería?

Era su gran temor. Y uno muy real porque lo había vivido. Así era como había perdido a su primera esposa, después de una complicación en su primer embarazo. Él no quería volver a pasar por una experiencia tan terrible, que lo destrozaría.

Pero ella estaba dispuesta a que él la atravesara. Por su egoísmo. ¿Qué clase de persona era? ¿No lo amaba? ¿Cómo podía querer verlo angustiado día tras día, durante nueve meses? No. No podía hacerle eso. Aquel temor que había tenido sobre sus sentimientos volvieron.

Quizás ella no lo odiaría. Pero él a ella sí. Podría odiarla. Resentirla.

No estaba bien. No había solución.

Dejó caer sus brazos a los lados y se separó un paso. Dante no dejaba de mirarla, como si no supiera aun lo que había sucedido.

–No... no tienes por qué hacerlo, Dante.

–¿Qué? ¿De qué hablas?

–Tener un hijo conmigo. No quieres.

–No es eso.

–No quieres perderme.

–No. Y si es un hijo lo que quieres...

–Pero no así. No presionándote para aceptarlo, Dante.

–No me estás presionando.

–¿No? ¿De verdad crees eso? –Fernanda arqueó una ceja–. Vamos, Dante. Admite que solo lo dijiste para que me quedara.

–Sí. Es cierto.

–¿Y qué harías después? Nos casamos y, ¿qué sería cuando yo finalmente quisiera tener un hijo?

–No lo sé.

–¿Pensabas incumplir con tu palabra?

–No.

–Aunque te aterra la idea.

–Sí –admitió a regañadientes.

–No así, Dante. No podríamos construir una relación sana y duradera bajo la amenaza de que si uno no cede a lo que el otro quiere va a terminarse. No es justo, para ninguno de nosotros.

–Entonces, ¿qué? –Dante la miró, desesperación pura en sus ojos–. ¿Qué hago, Fernanda? Te amo. No quiero ni puedo perderte. ¿Ves? No hay otro camino. Acepto lo que tú quieras...

–No. No así. Yo quiero que también tú quieras, Dante.

–No puedes pedirme eso. ¿Cómo podría aceptar de buena gana algo que podría hacer que te perdiera para siempre?

–Dante, ¿te das cuenta que podría salir de aquí y ser atropellada por un auto? ¿O que podría caerse el techo sobre nosotros? ¿No te das cuenta que ante la muerte no hay nada que hacer más que resignarse a que llegará en algún momento, en cualquier momento, sin importar lo que nosotros hagamos?

–Fernanda...

–Sabes que es cierto, Dante. Hay cosas inevitables. Morir es una de ellas. Debemos resignarnos y aceptarlo.

–¿Y después?

–Pues seguir y ser felices. Hacer que cada minuto cuente. Que cada momento valga la pena.

–Supongo que tienes razón –concedió, aunque no sonaba muy convencido–. En ese caso...

–Sé que hay una solución –exclamó Fernanda de pronto, clavando su mirada un tanto más animada en él–. Sé que la hay.

–¿De qué hablas?

–Para esto, Dante. No quiero renunciar a mis sueños pero tampoco quiero realizarlos a costa de ti. No. Sé que hay algo. Algo que se me escapa –Fernanda frunció el ceño con concentración–. Si tan solo tuviera más tiempo... –miró a su alrededor–. Debo irme.

–¿Qué? –Dante parecía intentar seguir el hilo de sus pensamientos. Sería difícil, de seguro–. Fernanda, espera, debemos hablar.

–No ahora –lo detuvo y, para sorpresa de él, se puso de puntillas y lo besó–. Debo pensar.

–Yo... ¿está bien?

–Dante Sforza, cuando nos volvamos a ver, voy a tener una solución –prometió, con una fiera resolución brillando en sus ojos antes de girar y marcharse rápidamente.


***

Fernanda recorrió con paso firme aunque cuidadoso el largo pasillo, intentando pasar inadvertida y hacer el menor ruido. Había pasado varias noches en vela y hubiera querido estar en mejores condiciones pero no podía esperar para contárselo a Dante. Aun cuando no fuera el momento más oportuno. En mitad de la noche, nada menos.

Se coló en su habitación, cerró la puerta despacio y se deslizó hasta alcanzar la cama. Soltó un suspiro ante la imagen que la recibió. Dante dormía profundamente, con el rostro ladeado sobre la almohada y con las sábanas arremolinadas alrededor de su cintura. Cielos, ese hombre era una visión. Tan atractivo, incluso cuando dormía.

Aunque por supuesto, eso ya lo sabía. La primera vez que había despertado a su lado había sido una revelación. Dante se veía incluso más guapo cuando empezaba a despertar, con una pequeña sonrisa dibujándose en sus labios.

Quizá no debería, pero no veía una sola razón para no hacerlo. Después de todo, ¿era su prometido, no?

Así que se quitó los zapatos y la chaqueta, apartó un poco las sábanas y se deslizó junto a su cuerpo, acurrucándose contra el calor que irradiaba. Como si él hubiera notado su presencia, alargó el brazo y la rodeó, acercándola más.

–¿Dante? –interrogó, dudosa.

–¿Hmmm?

–¿Estás despierto? –inquirió intentando mirarlo. Pero él la mantenía de espaldas con firmeza–. ¿Dante?

–¿Fernanda? –su voz sonó sobresaltada e incrédula. Apartó el brazo–. ¿De verdad eres tú? –alargó los dos brazos y la giró–. Si estoy soñando, no quiero despertar –murmuró y la estrechó–. Mía. Solo mía.

–Dante, sí, me parece estupendo que quieras ponerte posesivo ahora pero... –empezó a protestar, mas él la acalló con un profundo beso.

–¿Decías? –habló sin aliento, maravillado de que fuera real.

–No pares –protestó Fernanda y pasó los brazos por el cuello de Dante, bajando su cabeza hacia ella. Lo besó largamente, intentando compensar todas las semanas lejos. Todos los años en los que no se habían conocido, todo el tiempo perdido.

Escucha a tu corazón (Sforza #3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora