Fernanda sonrió ampliamente. Parecía no poder evitarlo. Estaba feliz. Más, más que solo feliz. Ni siquiera sabía si existía una palabra para lo que estaba sintiendo. Tan intenso, enorme y abrumador. Por supuesto, con un Sforza no podía ser de otra manera, imaginaba. O eso era lo que Stella había dicho. Los Sforza no hacían nada a medias, y ahora, lo estaba experimentado de primera mano.
Atrapó entre sus brazos a Connor y, para su sorpresa, sintió como Dante los rodeaba a los dos y cayeron en la hierba, riendo. Era una gloriosa tarde de primavera, una que sentía no sería posible olvidar en un largo tiempo. Los tibios rayos de sol deslizándose por su rostro, los brazos de Dante a su alrededor y las manitos de Connor aferrándose a sus brazos. Sí, maravilloso.
–¡Vaya, estoy agotado! –murmuró Dante rodando de lado–. Ustedes dos no deberían estar juntos mucho tiempo, parece que se transmiten energía inagotable.
–Supongo que es la edad –contestó Fernanda en tono insolente y rió cuando Connor soltó una carcajada baja.
–¡Connor! –reprendió Dante. Él se calló al instante.
–Vamos, Dante. Solo bromeaba –Fernanda se deslizó a su lado–. Deja de gruñir y abrázame.
–¿Te gusta ordenar, eh? –Dante arqueó una ceja.
–Sí. Más vale que te acostumbres –respondió y guiñó un ojo en dirección de Connor. Dante se limitó a poner los ojos en blanco, pero tomó la mano de Fernanda.
–Hijo, ¿estás cansado? ¿Quieres volver a casa? –inquirió al notar que Connor llevaba varios minutos en silencio.
–No, papá. Estoy bien. Quiero ir al arroyo, ¿puedo? –pidió.
–No lo sé. Es un poco frío todavía –terminó dudoso. Sus ojos celestes se fijaron en Connor y suspiró–. Aunque, supongo que quizá, podríamos ir contigo... ¿verdad, Fernanda?
–¡Claro que sí! –Fernanda se incorporó de un salto–. Ven, Conn, dame la mano –pidió con una sonrisa. Él se acercó rápidamente–. ¿Dante?
–Sí, ahora. Creo que, después de todo, tenías razón. La edad –gruñó.
Varias carcajadas siguieron al comentario de Dante mientras caminaban hacia el arroyo. No podrían permanecer mucho tiempo porque era cierto, el día empezaba a enfriarse y podían enfermar.
Fernanda siguió de cerca a Connor y Dante, dejándolos charlar y reír, sorprendida de la creciente facilidad con la que parecían hacerlo. Aunque era lo esperable, por supuesto, después de todo eran padre e hijo. Se amaban. Dante, a pesar de todo, amaba a su hijo. Era un buen padre. Y un hombre maravilloso.
Un hombre al que amaba. Con locura. Estaba tan perdida.
***
Intentar precisar el tiempo que había transcurrido o la manera en que había sucedido era del todo imposible para Dante. Lo único que sabía, que percibía en cada fibra de su ser era que no podía ser real. No duraría. No podía continuar.
Pero lo hacía. Cada día, cada nuevo amanecer traía un sentimiento de realización y dicha. Una profunda dicha que no creyó posible sentir. No de nuevo. No, después de perderla a ella. A la única.
¿Era posible que Paola no hubiera sido la única? ¿O, bueno, que lo hubiera sido pero que, de alguna manera, Fernanda también lo fuera? ¿Era correcto? ¿Era real? ¿Duraría?
Sí. Ese era su mayor temor. Cuánto. Quería creer lo que se decía, que no importaba el tiempo que durara siempre que hubiera sucedido, pero este no era el caso. No en su vida. No después de haber perdido a Paola. Ahora él sabía que sí importaba el tiempo. Que una pérdida podía destrozar toda una vida. Toda esperanza. Derrumbar todo su mundo.
Sin embargo, había seguido adelante. No completamente él, pero lo había hecho. Y ahora, en ese momento, con su hijo a su lado y Fernanda compartiendo su mesa, él podía creer que había una posibilidad. De que fuera permanente. De que él volviera. A vivir. A ser él mismo. Una esperanza.
Eso podía ser todo lo que requiriera. Despertaría. Esta vez no caería. No. En esta ocasión, él se arriesgaría y volaría. Con ella.
–¿Dante? ¿No te gusta la comida? –Fernanda lo miró dudosa. Él enfocó su rostro–. ¿Te encuentras bien?
–Sí –pestañeó un par de veces–. Lo lamento. Pensaba.
–Ya lo creo. ¿Pensamientos positivos?
–En ti –contestó y sonrió un poco–. Pensaba en ti.
–Estoy aquí, Dante –señaló divertida. Él no pudo evitarlo, la miró con intensidad–. Bromeaba –añadió.
–Quédate a mi lado, Fernanda.
–Dante, ya lo hablamos y...
–Para siempre.
–¿Qué?
–¿Lo harás?
–Dante, tú... ¿qué? –se veía tan desconcertada. Absolutamente confusa.
–Quédate con nosotros –agregó, ladeando el rostro hacia su hijo, quien había dejado la mesa unos instantes–. ¿Fernanda?
–Dante, yo... tú... ¿sabes cómo ha sonado eso? ¡Cielos! Sé que no es una propuesta pero...
–Fernanda –Dante alargó su mano–. Es una propuesta.
–¡¿Dante?!
–Sé mi esposa.
–¿Quieres detenerte, por favor? ¡Esto ya no es divertido!
–No estoy bromeando.
–¡Pero no puedes estar hablando en serio!
–Lo hago.
–Tú no... nunca... –Fernanda cerró la boca y sus ojos no dejaban de abrirse con sorpresa–. Cielos –musitó.
–¿Para siempre, Fernanda?
–Sí –respondió en un hilo de voz–. Sí. Para siempre, Dante.
Y eso fue todo lo que él necesitó para dejarse inundar por aquel rayo de esperanza. Cubrió cada rincón de su alma y pensó que, con aquel salto al vacío, había demostrado lo mucho que ella significaba para él. Cuánto se aferraría a Fernanda y no la dejaría ir nunca. Era para siempre. Quizá, más.
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Escucha a tu corazón (Sforza #3)
RomanceLa pérdida del amor había convencido a Dante Sforza que su vida no tenía el menor sentido. Aquello de que era mejor amar y haber perdido, que nunca haber amado, debía ser una clase de retorcida broma. Tenía que serlo. Quien lo había dicho, no había...