Capítulo 3 - La Procesión de las Almas

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Después de mi descubrimiento del Bar de las Hadas y tener confirmado que el relato en el diario que había encontrado no era sólo ficción, no podía dejar de pensar en ello. Mi mujer, mis amigos, mis compañeros de trabajo, repararon que yo estaba más distraído. Sin embargo, yo había decidido no contar nada a nadie. En ese momento, no estaba seguro de cómo ese conocimiento nos podía afectar y, además, temía que los pudiera poner en peligro.

Como tal, tuve que esperar algún tiempo hasta que tuviese una oportunidad de ir en otra exploración sin levantar sospechas. Esta surgió cuando mi suegra enfermó y mi mujer, junto con nuestra hija, fue a cuidar de ella.

Después del encuentro con Alice, quise dejar pasar algún tiempo antes de volver al Bar de las Hadas, por lo que decidí explorar otro lugar. Después de releer una vez más algunas de las entradas del diario, decidí viajar hasta el Gerês para visitar una aldea abandonada en la sierra donde, supuestamente, durante la noche, los muertos se levantan del cementerio y salen en procesión por las laderas y valles.

Salí de casa aún de día, sin embargo, cuando entré en el camino que subía la montaña, el Sol ya se había puesto. Aunque en las laderas de Gerês no había muchos árboles, en la oscuridad se hacía difícil encontrar la aldea, incluso con la ayuda de un GPS. Finalmente, decidí parar en un pequeño espacio en el borde de la carretera, junto al punto donde el pueblo supuestamente quedaba.

Salí del coche y empecé a buscar a pie. Con la ayuda de la linterna más potente que tenía, encontré las ruinas que buscaba, situadas un poco por debajo de donde había aparcado.

Los tejados ya se encontraban raídos, así como muchas paredes y suelos de madera. Por todo el lado, vigas caídas se erguían hacia el cielo nocturno, como costillas de gigantescos animales.

Con la ayuda de mi linterna, busqué la mejor manera de bajar. No había propiamente un carril, pero, entre las rocas y los matorrales de silvas, me las arreglé para encontrar un pasaje.

Después de varios tropezones y resbalones, evitando, por poco, algunas caídas, llegué a la aldea abandonada. Sus calles de tierra, ya de por sí estrechas y cegadas con rocas, estaban cubiertas de escombros, maleza y hierba, haciendo el avance bastante difícil. El silencio de la noche sólo era interrumpido por el crol de los animales y el ulular de las lechuzas que se refugiaban en las ruinas.

Finalmente, llegué a lo que quedaba de la iglesia local. La parte superior de la torre del campanario ya había caído, así como el tejado. Sin embargo, la fachada parecía intacta, aunque un nicho vacío en la puerta me hizo sospechar que hubiera existido allí la estatua de un santo, ahora desaparecida. Habría sido, sin duda, robada por alguien para luego revenderla.

Al lado de la iglesia, rodeado por una baja pared de piedras sueltas, encontré el lugar que buscaba: el cementerio. Según el diario, era de allí que los espíritus de los muertos salían en su procesión nocturna.

Lápidas de piedra partidas y gastadas ocupaban el lugar, junto con trozos de madera podrida que, en otros tiempos, habrían sido cruces.

Me senté del lado de fuera, recostado en el muro, y esperé a la media noche, la hora en la que mi predecesor registró haber comenzado a ver los fantasmas. Estábamos en el fin del Otoño, por lo que el frío ya era intenso en las montañas; en parte agradecí al frío, ya que sin él, el sueño me hubiera vencido.
Cuando la hora, por fin, llegó, no me encontré decepcionado. En el preciso instante en que el reloj de mi teléfono marcó la medianoche, miré hacia las campas. Sobre estas, se comenzaron a formar figuras. Al principio, eran prácticamente invisibles, pero, poco a poco, comenzaron a tomar una forma blanca y translúcida. Se trataban de personas engendrando versiones fantasmales de la ropa, sombreros y pañuelos típicos de aquella región hasta muy recientemente.

Brujas de la NocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora