Capítulo I: Sostoa

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—¡Miren quién llegó! ¡El marica!

Todos los días se repetía la misma historia. 

Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces que escuché ese insulto. No puedo decir que me había acostumbrado, porque cada vez que lo escuchaba dolía de la misma manera. Y no era por el insulto en sí, sino porque yo sabía cuál era la verdadera intención detrás de él, y en el fondo, no tenía nada que ver conmigo. 
Me acomodé la mochila para seguir caminando, y entonces, el motivo de mis pesadillas se cruzó en mi camino: un metro setenta y cinco de puro peso pesado, tez morena, pelo afro, muy alborotado, y ojos marrones, rasgados. Levanté la cabeza para toparme con su mirada furibunda; su cara parecía estar a punto de estallar cada vez que me gritaba con esa voz que sonaba como el chillido de un gato cuando le pisas la cola. Se trataba de Martín Sostoa, un bravucón de mi clase que me agarró de punto. 

—¡Me chocaste a propósito! —chilló dándome un empujón.

Retrocedí varios pasos, con la mirada clavada en el suelo gastado de baldosas blancas. Vi las zapatillas deportivas de Sostoa, manchadas con lodo y pasto, con los cordones desatados. La mano regordeta volvió a golpearme en el hombro cuando vio que, una vez más, no respondería a sus insultos.

—¡Mirame cuando te hablo, maricón! —dijo en voz alta, mirando a los lados para asegurarse de tener suficiente atención—. ¿Estás buscando pelear conmigo, García?

—No, no te vi... —murmuré levantando el rostro—. Disculpame.

—¿Qué dijiste? —Se acercó colocando la mano detrás de su oreja, como si tratara de escuchar.

—Que no te vi —repetí fastidiado, en un tono más alto.

No iba a negar que le tenía miedo. Martín Sostoa no solo superaba mi metro sesenta y ocho, sino que también me ganaba en volúmen. Y sumado a eso, sus amigos, un par de rockeritos por moda, siempre estaban con él, secundando todas sus estupideces, mientras que yo solo era un chiste, un debilucho más del montón que se prestaba para que los más fuertes se divirtieran un rato. Ante los ojos de todos, era un cobarde. Era el hazme reír de toda la secundaria. Detestaba pelear, además no sabía hacerlo, y Sostoa insistía en joderme la vida cada vez que me cruzaba en el pasillo.

—Sí me viste, pero seguramente quisiste toquetearme, puto de mierda.

De nuevo esa palabra, acompañada de risas bajas. Había un montón de gente a mi alrededor, pero nadie hizo nada para detenerlo. Todo el mundo le tenía miedo a Sostoa y era entendible. Tomar represalias contra él significaba tenerlo encima por el resto de tu vida estudiantil. Era preferible seguir sus bromas absurdas antes de ganarse un enemigo de su talla. 

De nuevo decidí guardar silencio y no mantener contacto visual; ya que para él cualquier indicio de enfrentamiento significaba una provocación directa. No sabía qué más hacer; responder nunca me había resultado una buena opción.

—Hey, ¡contestá cuando te hablo, cagón de mierda!
En ese momento sentí su puño cerrado impactando contra mi pecho.  Caí de espaldas al suelo y a pesar de que la mochila amortiguó la caída, no evitó que mi cabeza se golpeara. No me atreví a levantarme del suelo hasta que Sostoa se alejó de mí. Nadie se acercó a ayudarme, nadie me preguntó si estaba bien. Cuando el show se terminaba todos regresaban a sus vidas como si nada hubiese pasado. Me sentía completamente invisible. Estaba harto de los malos comentarios, del acoso insistente y de la gente que me acusaba como si yo fuese el culpable de que Sostoa me agarrara de punto. 
En ese momento de distracción, cuando Sostoa disfrutaba de una nueva victoria, aproveché para escabullirme, abriéndome paso a los empujones.
Estaba enojado conmigo mismo, con mi cobardía y mi falta de agallas. 

A la hora del recreo era lo mismo.

—¡Che, García!

No necesité voltearme para saber quién me estaba llamando. Apresuré el paso hacia la cantina. En el fondo sabía que era inútil, él siempre encontraba la manera de increparme aunque yo hiciera todo lo posible por ignorarlo. Escuché sus pisadas como si tuviera una estampida detrás de mí; cuando estuve a punto de salir corriendo, la mano pesada me agarró de la mochila, tirándome hacia atrás.

—Te estoy llamando, puto, ¿estás sordo?

En un movimiento brusco logré hacer que me soltara. Trastabillé al tratar de alejarme y en ese momento, él aprovechó la ventaja. 

—¡Dejame en paz! —me atreví a decir, arreglándome la mochila.

De inmediato escuché los abucheos de sus amigos, que animaban a Martín a pegarme, porque según ellos, lo estaba provocando. En un abrir y cerrar de ojos, había más de diez estudiantes rodeándonos, todos esperando con ansias que la pelea empezara.

—¡A mí no me contestes!, ¿quién te creés que sos?

Cuando lanzó el primer puñetazo supe que si no corría, acabaría con algo más que un ojo morado. Sentí el ardor en la mejilla, pero no me detuve a mirar si estaba lastimado. Mis piernas me llevaron hacia la salida en un abrir y cerrar de ojos, y es que el miedo que me provocaba era tan grande, que cada vez que lo veía todo lo que quería hacer era desaparecer de su vista lo más rápido posible. Por el rabillo del ojo pude ver el rostro  colorado de Sostoa corriendo detrás de mí. Todos los que se habían amontonado a mirar nos siguieron de cerca. Doblé la esquina y continué corriendo hasta una parada de bus, y sin pensarlo mucho me subí al primero que vi pasar, sin fijarme si me llevaba por lo menos cerca de mi casa. Por la ventanilla vi a Martín lanzando maldiciones al aire, empujando a sus propios amigos. La expresión en su cara me decía que las cosas no iban a quedarse así; la venganza sería terrible.

AndyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora