Capítulo VI: Guerra fría

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Mi madre solía decirme que la soledad no era tan terrible, que había que entenderse con ella y disfrutarla. A veces, para consolarme, me repetía una y otra vez que a mí me gustaba estar solo, pero aquello no era más que una vil mentira para tratar de no ahogarme en la tristeza. A veces me preguntaba si la felicidad simplemente no estaba hecha para mí. Durante mi niñez tuve algunos momentos felices, pero fueron tan fugaces que ya me había olvidado de cómo se sentía.

Yo sabía que no podía estar llorando toda mi vida, que en algún momento tenía que vencer mis miedos para salir adelante, pero estaba estancado. Sentía que el miedo era lo único que me mantenía en un lugar seguro, y no quería salir de ahí.

Cuando era un niño solía esconderme dentro del armario cuando mis padres discutían. Me quedaba allí, abrazando mi peluche de pantera rosa, y lloraba en silencio.

En el colegio siempre me jactaba de que mis padres eran los mejores. Les decía a mis compañeros con todo el orgullo del mundo que no se habían divorciado porque se querían. Pero ese mundo de mentiras se derrumbaba en cuanto llegaba a mi casa y me encontraba con los platos rotos, y escuchaba los gritos que venían del cuarto. Luego mi padre se iba, y ya no volvía a verlo por dos o tres semanas, o a veces por más tiempo. En esos momentos fue que la soledad empezó a aparecer. Se acostaba junto a mí en mi cama, o se escondía conmigo en el ropero. Jugaba conmigo al family y me hacía compañía mientras lloraba en silencio. La soledad fue la que me acompañó, pero yo no la quería. Yo quería ser feliz. Quería que mi madre se levantara de la cama y que mi padre volviera a casa. Quería que mi hermanito fuera feliz, y que nunca tuviera que pasar por todo lo que yo pasé, pero yo no era más que un niñito ingenuo que creía que podía ser el superhéroe de todos. Cuando llegué a la adolescencia fue que entendí que las cosas no son tan sencillas. Que por más que desees algo con todas tus fuerzas no siempre se cumple. Yo deseaba que me quisieran y ser aceptado; deseaba ser feliz. Pero estaba tan roto que ni siquiera era capaz de enfrentarme a mis propios demonios. No era capaz de levantar la voz cada vez que se burlaban de mí por mi aspecto físico, o cuando me miraban con asco por no vestirme con ropa nueva. No era capaz de defenderme, y a veces tampoco era capaz de defender a mi hermano o a mi mamá.

Luego de la última crisis, el director le recomendó a mi madre que yo visitara a la psicóloga del liceo. Tras varias charlas, ella consiguió convencerme de que quizás no era tan malo como yo pensaba. A decir verdad, no me sentía muy cómodo con la idea de contarle mis asuntos a un desconocido. Ya venía con un mal concepto formado, todo el mundo decía que si te mandaban con un psicólogo era porque algo andaba mal contigo; lo creí durante mucho tiempo. No voy a mentir, en las primeras sesiones me sentí un poco incómodo. La mujer era excesivamente dulce y cariñosa, encajaba perfectamente en el perfil de psicóloga estudiantil, y quizá era eso lo que me generaba cierto rechazo.

Al principio fueron sesiones cortas de media hora, luego, iba a verla dos o tres veces a la semana, una o dos horas entre clase y clase. Lógicamente, esto no pasó desapercibido ni para Sostoa y su barra, ni para mis compañeros de clase. El director había tomado como medida poner vigilancia en los pasillos, en el patio, y en varias ocasiones, el adscripto iba a llamarles la atención a mis compañeros cada vez que veía algún problema. En ese momento me sentí apoyado, pero parecía que cada cosa que hacían para protegerme lo empeoraba todo.

Pronto pasé a ser el loquito de mi clase. Los insultos llegaban por medio de notas arrugadas que rebotaban sobre mi pupitre, escritos en la pared, en la puerta del aula o susurros que pasaban desapercibidos para todos, menos para mí. En ocasiones sentía que realmente estaba volviéndome loco; quizás era cosa mía, quizás era yo el que estaba prestando demasiada atención. Esos «quizás» me perseguían durante toda la tarde y terminaba mentalmente agotado, era como una tortura psicológica continua que no sabía cómo parar.

AndyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora