Epílogo

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Las vacaciones de verano me vinieron estupendas. Después de quemarme las pestañas con los exámenes finales, podía decir con todo orgullo que había salvado el año. Supe que Sostoa terminó reprobando porque excedió el límite de faltas, y al final sus padres lo sacaron del liceo y se mudaron a otro barrio. Daniel estaba completamente enganchado con su novia, y yo, bueno..., no hace falta decir que estaba más que feliz.
En los dos meses que llevábamos de relación, Andy me permitió conocer su lado tímido y vergonzoso.
Yo siempre creí que una persona no podía amar a otra en poco tiempo, me resultaba irreal que las parejas se dijeran «te amo» a la semana de estar juntos, sin embargo, mis sentimientos por Andy crecían cada día más, y aunque intentara negarlo, lo que yo sentía era tan fuerte, que ni siquiera la palabra «amor» podía definirlo. A pesar de eso, ninguno de los dos se animaba a dar el gran paso. Decirle «te amo» me resultó más difícil de lo que imaginaba; esa palabrita me daba un poco de miedo, porque sabía que cuando la dijera, estaría completamente perdido, rendido ante ese sentimiento tan inmenso que me mantenía en las nubes. Por lo pronto, «te acuñuñu» estaba bien. Ambos sabíamos el significado real de esa palabra que surgió entre bromas, tocando este mismo tema. Digamos que «te acuñuñu» englobaba todo lo que sentíamos el uno por el otro, e incluso más, si era posible. Los dos sabíamos que no podíamos vivir con miedo, el propio Andy me había enseñado eso.
Casi todas las tardes solíamos ir un rato a la playa con Dan y su novia; cuando bajaba el sol, para disfrutar del calorcito agradable y del agua tibia. Mientras Andy y Dan competían para ver quién nadaba mejor, Jenny y yo nos quedábamos charlando en la arena, y disfrutando de los matices naranjas del atardecer, ya que ninguno de los dos sabía nadar. Una de esas tantas tardes, cuando el sol terminó de ocultarse, nos despedimos de Dan y nos fuimos a mi casa, había invitado a Andy a dormir.

—Dan está re metido con la novia, ¿eh? —comentó, quitándose la camiseta.
Mientras él conversaba de espaldas a mí, seguí el recorrido de una gota que saltó desde la punta de su pelo empapado y se escurrió traviesa por el canal de su espalda, llevándose consigo algunos granitos de arena. La gota se perdió en sus shorts deportivos, y mis ojos viajaron por el resto de su cuerpo, sin perder detalle.

—Sí... —respondí vagamente, embobado.

Cuando Andy se dio vuelta, me atrapó en medio de un divague de lo más vergonzoso. ¿Cómo sería llegar hasta «ese punto» con él? Se me subían los colores hasta las orejas de solo pensar en eso.

—Pica la suricata —dijo en tono pícaro.

Se acercó a mí y tiró de mi camiseta para quitármela. Luego siguió con los shorts, yo estaba tan avergonzado que ni siquiera respondí.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté en un hilo de voz.

—¿Qué querés que haga?, voy a ducharme, ¿me acompañás?

—O sea... vos y yo... juntos...

—Aprendiste a sumar, suricata.

Me tomó de la mano y nos metimos al baño. Lo vi dudar un poco antes de quitarse la ropa interior; él estaba tan avergonzado como yo, pero su ventaja era que tenía las agallas que a mí me faltaban para hacerlo de todas maneras. Entramos en la ducha con las mejillas encendidas, y una sonrisa traviesa en el rostro. El agua tibia pareció llevarse la vergüenza y la incomodidad; de pronto me sentí como un niño queriendo explorar un sitio desconocido; me descubrí a mí mismo como un curioso que quería ganarle al bochorno y animarse a dar el siguiente paso, pero la mirada curiosa de Andy me ponía nervioso.
Luego de una larga ducha, en la que aprovechamos para mirar todo lo que la espuma no cubría, salimos envueltos en la toalla y nos vestimos en mi habitación. Cenamos comida chatarra mientras mirábamos series en la laptop, y a la hora de dormir, la tensión volvió a hacerse presente. Era la primer noche que dormiríamos en la misma cama.
Con las luces apagadas todo parecía ser mucho más sencillo. Sentía la respiración de Andy acariciándome el rostro, su brazo descansaba tímidamente sobre mi cintura y en ocasiones sentía sus dedos moverse suavemente sobre mi piel, en una sutil caricia que pretendía pasar desapercibida.

—¿Estás despierto? —susurró, y yo me sobresalté.

—Sí, no puedo dormir... —admití.

—Yo tampoco...

—¿Qué te pasa?

—Estoy... pensando en vos...

—Pero si estoy contigo, bobo...

Lo escuché reírse antes de responderme.

—Ya lo sé, ¿no puedo pensar en vos de todas maneras?

—Podés... —respondí tímidamente.

—Te acuñuñu, Eric.

Quizás fue la oscuridad lo que me animó a hacerlo, o quizás, ya no aguantaba más tener esa palabra atorada en la garganta y en el corazón. Suspiré, mordiéndome el labio cuando la vergüenza amenazó con censurarme de nuevo.

—Te am- —balbuceé, nervioso—. Te amo... —dije bajito. Aquello sonó como si me hubiera mordido la lengua.

Sentí la mano de Andy apretarme suavemente la cintura. Se había puesto tenso.

—Eric...

—¡Perdón! Eso fue patético... ¡no me hagas caso! —dije, cubriéndome la cara con una almohada.
De pronto, sentí el cuerpo de Andy sobre mí. Quitó la almohada de mi cara con delicadeza y me acomodó bajo su cuerpo, acercándose hasta mi oído.

—Yo también te amo —susurró.

Si quisiera explicar cómo me sentí en ese momento, sería completamente imposible. Fue como cuando escuchás tu canción favorita con auriculares, mientras vas viajando en un bus; o como cuando saboreás tu comida favorita después de mucho tiempo. Aquellas palabras sonaron melodiosas, llenas de sentimientos; sinceras. Hicieron que mi corazón explotara, y sí, como había previsto, ya estaba completamente perdido.

Esa noche sucedió de todo. Los besos intentaron calmar los nervios del momento, y a eso se sumó la exploración que había quedado pendiente en la ducha. Nuestras manos recorrieron cada sitio, inexpertas, torpes, pero lo suficientemente hábiles como para robar algo más que unos cuantos suspiros.

La mañana nos atrapó jugando, curioseando. La luz del sol se llevó esa valentía que nos brindaba la oscuridad, y al despertar, las miradas de soslayo iban y venían, pícaras, recordándonos lo que había sucedido la noche anterior.
En ese momento supe que era posible amar a una persona en poco tiempo. Aprendí a amar en etapas, a enamorarme de cada pequeña cosa que Andy me mostraba. Comencé amando su valentía, su ímpetu, su espíritu valiente y noble. Amé a Andy desde el primer día en que nos cruzamos, porque me mostró que había algo más allá de lo que yo conocía; me enseñó que las cosas no siempre deben ser de la misma manera, que todo lo que quisiera hacer era posible.

—Mamá... Andy y yo somos novios.

Sí, bueno, mi forma de salir del clóset no fue lo más original del mundo, pero desde que mi madre conoció a Andy ya sospechó que entre nosotros iba a surgir algo mucho más profundo que una simple amistad.

Los amigos no se abrazan así, no se mimosean como hacen ustedes, solía decirme con una sonrisa pícara cuando nos atrapaba en alguna situación comprometedora, aún siendo amigos. Y al final, como toda buena mamá, tenía razón. El instinto maternal nunca falla. 



AndyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora