Capítulo II: amistades rotas

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—¿Trajiste monedas?

Dani revolvió los bolsillos de la mochila. Sacó algunas monedas que encontró entre un montón de boletos, bolitas de papel y envoltorios de golosinas y me las alcanzó. Yo busqué en mis bolsillos y con lo que ambos teníamos reuní para comprar una hamburguesa. Luego nos sentamos en el patio, cerca de la cancha de fútbol. Mientras comíamos la hamburguesa —que Sergio, el señor que atendía la cantina ya había partido a la mitad—, salió el tema de la profesora de idioma español.

—¿La profe de español te dijo algo más?

Hice un gesto negativo con la cabeza, mientras mordía un pedazo de hamburguesa.

—Me ve en los pasillos y no me saluda más —dije, cabizbajo.

—¿Probaste hablarle vos?

—¿Y qué le voy a decir? Ella ya piensa que yo soy racista y que me creo privilegiado por ser judío y blanco. —Hice el gesto de las comillas con los dedos al decir lo último—. No creo que haya nada que pueda decirle que la haga cambiar de opinión. Ya ni quiero entrar a su clase.

Daniel se encogió de hombros.

—Sostoa se pasa de gil. Inventa cualquier cosa con tal de joderte la vida.

Asentí.

—Igual siempre termina haciendo lo que quiere. Y la profesora encima le cree todas las boludeces que dice. Seguramente se puso a llorar y armó tremendo drama.

Morí el último bocado de hamburguesa y lo mastiqué con rabia. Daniel solo me miraba.

Daniel era mi mejor amigo de infancia. Era el menor de tres hermanos. Nos conocimos en el último año de primaria, cuando me cambié de colegio porque mi madre decidió mudarse con su novia. Solía ser un niño muy travieso y enérgico, y su personalidad no cambió mucho cuando entramos en el liceo. A pesar de que su vida era difícil, siempre tenía una sonrisa en el rostro, algo que admiraba de él. Era una persona fresca, divertida y muy sencilla. Cuando todo parecía estar perdido, Dani aparecía para darme ánimos, para mostrarme que no todo era tan malo como yo creía y que a pesar de todo, no estaba tan solo.

Cuando tocó el timbre, fuimos los primeros en entrar a la clase. Nos acomodamos en los asientos del fondo.

—Me había olvidado, tengo que prestarte las cuadernolas —dijo, revolviendo dentro de su mochila—. Dejá de faltar, gil, sino nunca te vas a poner al día.

—Ya sé. Pero, ¿para qué estás vos?

Ambos reímos. Daniel sacó dos cuadernolas para pasármelas.

—Desde donde está marcado en adelante, es lo que va para el escrito. No es muy complicado, pero si necesitás ayuda me avisás y nos juntamos para estudiar, aunque la verdad yo mucho no entiendo, pero bueno. De última te hago apoyo moral.

Me rei sin ganas.

—Gracias, Dani... en serio.

La clase transcurrió tranquila, aburrida para mi gusto. Incluso el profesor parecía cansado de repetir el mismo discurso. Me pregunté cuántas veces al día decía las mismas cosas, leía los mismos libros y anotaba los mismos apuntes en el pizarrón, hasta que el timbre de salida me despertó de aquellos pensamientos.

Salí del salón conversando con Dani, riéndonos de tonterías, como solíamos hacer siempre. Él solía ser quien me alegraba los días, conseguía sacarme una sonrisa incluso en los momentos más tristes de mi vida. Él sabía casi todo sobre mí, incluso conocía la situación que vivía mi madre con su novia, un tema que para mí era muy difícil de tratar, porque todo el mundo tenía demasiados prejuicios, y ya me tenían en la mira precisamente por eso.

AndyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora