Capítulo 21

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Cuando se quisieron dar cuenta ya estaban entrando en la terminal de Orlando. Primera medida de seguridad: volver a meter al perro dentro de la mochila. Primer problema: no quería. Camila abrió bien la mochila, lo sentó encima y le empujó la cabeza. Por suerte el chofer había ido hasta la ventanilla y no oyó los ruidos.
—¡Leo! Te juro que nunca más te voy a dejar acompañarme si te portas así. Segundo problema. En la terminal había perros. Durmiendo la siesta, pero perros, grandes.
—Oh, oh... ni te muevas, Leo
—... (de repente dejó de sacudirse y se quedó duro, olfateando desde adentro).
—... hola, lindo perrito que duermes la siesta, no te despiertes.
Leo comenzó a ladrar.
—¡No te hagas el valiente ahora!
Lo retó y salió corriendo fuera de la terminal. Esos perros eran tan grandes que con un bostezo se hubieran comido a Leo. Caminó una cuadra, abrió la mochila y lo dejó salir. El perro olfateó toda la vereda, milímetro a milímetro, desde la pared hasta el primer árbol, y ahí dejó su firma. Era desesperante caminar así. No avanzaban ni medio metro por año.
—¡Ufa, Leo! ¡Basta de oler todo!
—... (el perrito adelantaba un paso, retrocedía cinco y repasaba lo que ya había olido).
—¡Si no me haces caso te voy a meter adentro de la mochila!
Pero el perro no le hizo ni un poco de caso, entonces lo alzó. ¿Para dónde quedaría la casa de los abuelos? La calle estaba vacía, era la hora de la siesta. Ni a quien preguntarle. Caminó cinco cuadras y llegó hasta la plaza ¿Lauren estaría por ahí? No, no estaba. ¿Estaría tomando un helado? Se fijó si alrededor de la plaza había una heladería. Sí, pero estaba cerrada. Se sentó en un banco. Se había imaginado que iba a ser más fácil. Pasaron tres chicos en bicicleta; pero la miraron sin dejar de pedalear, y siguieron de largo. Camila sintió hambre. Pero no era hambre, porque acababa de comer, sino que se sentía perdida. Qué ganas de regresar.

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—¡Qué tonta soy! (dio un salto). ¿¡Cómo no me acordé antes!? (Leo la miró con cara de susto).
El proveedor que le traía las cartas había dicho que la casa de los abuelos quedaba cerca de la librería. Encontrando la librería... ya estaba cerca de la casa. Buenísimo. Se sentía la campeona del mundo.
—¡Vamos, Leo! Te apuesto que en diez minutos estamos tomando helado con Lauren. Revisó si no había perdido el dinero. Todo bien. Tenía para invitarla a ella y a sus abuelos y a los vecinos, por si había visitas. Bueno, que alguno se pague el suyo, ¿no?
—No, mira, mejor nos quedamos acá, porque no sabemos si nos estamos acercando o alejando... Leo, ¡atento a la primera persona que veas pasar! Y lo volvió a dejar en el suelo para que olfateara a gusto.
—¡Oye, Leo! ¡Si estás mirando el piso no vas a ver a nadie!
Lo retó en broma. Nunca se había imaginado que con tan poco viaje uno podía irse tan lejos. Por una de las esquinas de la plaza apareció una mujer caminando lentamente, inclinándose a cada paso. Camila alzó al perro y se le acercó.
—Buenas tardes, señora, ¿dónde queda la librería del centro?
—(La miró extrañada): Está cerrada, ahora.
—Ya sé, pero no importa.
—... ¿Tú no eres de acá, no?
—... (uf) No.
—¿Te perdiste?
—No, busco la librería porque ahí cerca vive una amiga.
—¿Y este perrito tan lindo? (preguntó la señora agachándose). ¡Ay, qué gracioso!
—... (Camila no lo podía creer, ¿estaba loca esta vieja?)
—¡Lindo! ¡Lindo! ¿Y cómo se llama?
—Leo, oiga, señora...
—¿Leo? ¡No tiene cara de Leo!
—No, se lo puse por...
—¡¿En serio le pusiste Leo pero no tiene pinta de Leo?!
—...(uf)...Sí
—¿Y por qué le pusiste así, eh? (y volvía a pellizcar al perro). ¡Bonito!
—Es un nombre provisorio, señora.
Le contestó, pero ya queriendo sacársela de encima; para colmo el perro le hacía una fiesta increíble, movía la cola, le lamía la mano, faltaba que le diera el teléfono.
—¿¡Provisorio!? ¡Ay, qué ocurrencias tienen hoy día! ¡Imaginate, ponerle un nombre provisorio!
—... (desaparezca, señora, pensaba Camila).
—¿Y a quién me dijiste que buscabas? (preguntó sin dejar de acariciar a Leo que estaba feliz, el muy estúpido).
—A una amiga.
—Sí, bueno, pero cómo se llama.
—(¿Para qué me pregunta?)... Lauren.
—¡Ah, bueno! Tú buscás a la nieta de Michael.
—¡¡¡¡¡...!!!!! ¿Usted la conoce?
—¡Ay, mi amor! esa pobre chica con los papás que se están separando... yo no sé...
—... (no estaba tan loca la vieja, pensó). ¿Y por dónde viven?
—Vamos, yo te acompaño, ¡Ay, bonito! (volvió a pellizcar al perro).
—¿Viste qué buena la señora, Leo? (y se dio cuenta de que regresaban por donde ella había venido)... oiga, pero usted iba para el otro lado.
—¡Ay!, no importa, mi amor... es un minuto, están acá a dos cuadras... vas a tener que tener paciencia, mi amor, porque yo, con esta pierna, no puedo ir más rápido.
—No, no hay apuro, señora. Dijo ella, viendo cómo avanzaba apoyando el pie con cuidado, y sintió algo así como que le gustaría inventar alguna cosa que la sanara. La señora era de lo más buena. Muy habladora, eso sí. No paraba de preguntarle cosas y hablarle; pero muy buena. Con lo que le costaba caminar, estaba regresando dos cuadras.

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Se detuvieron frente a una casa que tenía una pequeña tapia. La señora pasó y, en vez de tocar el timbre, fue hasta la puerta del patio y gritó:
—¡Michael! ¡Visitas!
—¡Eh, Hortencia! ¡Adelante, adelante!
Se oyó desde adentro, y apareció un señor de pelo blanco, muy alto y grande. Debía ser el abuelo de Lauren. Era enorme.
—¿Y esta muchachita, Hortencia (preguntó, mientras se acercaba).
—Busca a tu nieta.
Lauren estaba adentro y supo que era Camila. No podía ser otra. Sintió el impulso de salir a verla; pero fue más fuerte la vergüenza. ¿Qué hacía acá? ¿Para qué había venido? Quiso esconderse, pero el abuelo la llamó.
—¡Lauren! ¡Te vino a visitar un amiga! Adelante, Hortencia, ¿te vas a quedar aquí afuera?
—No, yo sigo viaje.
—¿No pasas a tomar un cafecito, ni siquiera?
—No puedo, Michael, me espera mi hija; si no después protestan.
—Pero... qué apuro (dijo el abuelo y volvió a llamarla) ¡Lauren!
Camila sintió el impulso de pedirle que no se molestara, que ya iba a salir, o que no importaba, que tal vez estaba ocupada y mejor volvía otro día. Lauren se asomó por la puerta, sin saber qué hacer. Vio al perrito y se le escapó una sonrisa. Qué lindo era. Estaba en los brazos de Camila, que lo alzó como si la visita fuera Leo y ella nada más una acompañante. Como vio que Lauren sonreía, lo dejó en el suelo, ella se acercó un poco agachada, porque el perrito iba hacia ella. Moviendo la cola, agachando la cabeza, medio echándose panza arriba, arrastrándose. Como si la conociera desde siempre.
La ventaja es que si no lo hubiera llevado, Lauren y Camila se hubieran quedado más duras que los bancos de la plaza. En cambio así se decían cosas a través de Leo.
Leo, portate bien, decía Camila, pero era como si dijera, Hola, Lauren. Y ella decía, Pero, qué perro más feo... y era como si le contestara, Qué bueno que viniste, Camila, qué bueno. Y se acordaba de Vero, cuántas ganas de verla. De la escuela. De los amigos. De la otra ciudad. De su cuarto en la otra casa. De sus papás que se estaban separando. De un golpe le llegó todo lo que extrañaba. Y se dio cuenta de lo lejos que estaba. Parecía que no iba a poder volver nunca. Sintió que le venían lágrimas; pero no quería que la vieran. Agachó un poco la cabeza; y dijo, Perro, perro, perro bonito... para disimular....

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Camz (Fanfic Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora