CAPÍTULO 2 - JUEVES

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El día comienza mal, al menos dentro de mis estándares. Despierto sobre el escritorio, con la cabeza de lado, encima del teclado. Llevo una mano al rostro y descubro que en mi mejilla derecha se dibujan los bordes de cada botón. Seguro parezco una completa idiota con un motón de cuadraditos sobre la piel.

Desde mi posición, noto también que el libro de Geografía está en el piso... sobre el plato de curry casi vacío. Un asco.

¡¿Por qué me pasan estas cosas a mí?!

Estoy demasiado cansada como para maldecir en voz alta. Suspiro. Ya limpiaré el desastre en otro momento. Ahora no tengo suficiente energía como para ello.

¿Qué hora es? ¿Cuándo me quedé dormida? Mi alarma suena, estridente.

Decido ponerme de pie y estirarme. Me tomo mi tiempo, la espalda me duele. Hago que ambas manos toquen el cielorraso con la yema de los dedos y muevo el cuello hacia los lados. También me duele, pero no es insoportable.

El despertador pide a gritos que lo apague. Es tan ruidoso que se puede escuchar desde cualquier parte de la casa. Pero no importa, porque yo soy siempre la última en levantarme, a nadie le molesta.

Me giro para poder ver la hora, pero un rayo de luz entra por mi ventana y enceguece mi visión. Suelto un gruñido malhumorado mientras me cubro el rostro con los brazos. Resignada, cierro las cortinas y apago la maldita alarma. Al aproximarme, noto la hora.

¡Son casi las ocho de la mañana! Voy a llegar tarde a clases. El despertador debía sonar hace media hora... ¿será que lleva treinta minutos gritándome sin que yo lo oiga? ¡Pero si es insoportable! No puedo creerlo.

Debo correr.

En apenas cinco minutos ya estoy vestida y peinada. Esto quiere decir que me puse la ropa por encima del pijama y que el cabello lo llevo recogido desde ayer por la tarde. No tengo tiempo de hacer nada, ni siquiera de lavarme la cara o los dientes. Lo lamento, pero solo por hoy el mundo deberá tolerar mi suciedad.

Troto escaleras abajo y salgo de la casa a las apuradas. Escucho el saludo de mi madre y la puerta que se cierra a mis espaldas. Ni siquiera puedo responder.

"Perdón, ma", pienso.

Correr medio kilómetro en ayunas es devastador, pero no puedo perderme el bus escolar. Si no llego a subirme, tendré que regresar a casa y pedirle a mi madre que llame por un taxi. La otra opción es recorrer un largo camino en dirección contraria para esperar al transporte público; con todo lo que eso toma, me perdería la mitad de las clases del día. No puedo permitirlo.

"¡Más rápido, Mila!"

Lo lograré. Creo que lo lograré. Veo el vehículo todavía estacionado en la esquina y a otros alumnos de la zona que suben. Me apresuro.

Cuando por fin estoy a pocos pasos de la parada del bus, noto que está a punto de cerrar sus puertas. Sin aminorar la velocidad, comienzo a hacer señas con mis brazos para que no se marche. Imagino que los demás pasajeros me ven y se ríen sin decirle nada al conductor. Los adolescentes pueden ser muy crueles con sus compañeros.

—¡ESPEREN POR MÍ! —grito.

Y, cuando pienso que todo está perdido, Elena salva mi vida por segunda vez en lo que va del año. Se asoma por la puerta frontal del bus y me llama a viva voz. Nunca entenderé por qué el conductor pasa primero por su hogar —que no está tan lejos de la escuela— y luego por el mío —que queda en las afueras—, pero agradezco el extraño recorrido del bus.

—¡Apúrate, Mila, que este señor dice que lleva retraso y no puede esperar!

"Como si no estuviera corriendo tan rápido como me es físicamente posible", pienso.

El chico de la mala gramática (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora