Mi predicción se cumple: estoy enferma. Ni el chocolate caliente ni el abrigo de Julián han podido salvarme de las garras del cruel destino somatizador —creo que estoy delirando. Dudo que ese término exista—. Lo sabía. Sabía que esto iba a ocurrir.
Pero no me molesta en lo más mínimo. Estar enferma no es tan malo como suena, al menos, no para mí. Si bien es cierto que los estornudos son molestos y que la montaña de pañuelos usados es un asco, el resfrío tiene su lado positivo. Primero que nada, puedo dormir hasta tarde y pasar cada minuto de la jornada entre libros y estupideces.
Segundo, mi mamá es la mejor madre del mundo y me atiende en la cama. Me trae el desayuno y la cena; cocina incluso galletitas caseras o alguna otra cosa que sabe que me gusta. Claro, y me obliga también a tomar los remedios con sabor a vómito.
Tercero, cuando está en casa, mi hermano se asoma a cada rato a ver cómo me siento, así que puedo aprovechar para pedirle pequeños favores como que cambie de canal en la tv o que me alcance algún objeto que no se encuentre cerca de la cama.
Cuarto, como tengo buenas calificaciones, los profesores no se enfadan mucho si me pierdo algún examen.
Quinto, y más importante, mis amigos me vienen a visitar con los apuntes del día, alguna golosina y, quizás, un regalo. Elena en especial es de la clase de chicas que se preocupan más de lo necesario y hacen cosas bonitas. Una vez me tejió un gorro de lana, en otra ocasión me escribió un cuento. Me pregunto qué ocurrencia tendrá hoy. Claro que yo hago lo mismo por ella cuando se queda en su hogar.
Y digo hoy porque Eli ya me avisó que vendrá a visitarme después de las clases. Se siente culpable por haberme pedido el sobretodo en la escuela, pero no sabe nada de mi cuasi-cita con Julián. O eso creo. Siempre cabe la posibilidad de que ese idiota le haya ido a contar a Tristán a primera hora de la mañana. Y si Tristán lo sabe, todos lo saben. Es una verdad universal.
Suspiro y bostezo a la vez. Se siente rarísimo y me hace cosquillas en la garganta. Miro el reloj. Ya es mediodía. Mi hermano llegará en cualquier momento a casa para calentar mi almuerzo y traerlo hasta mi cama —órdenes de mi madre—, así que debo mantenerme despierta un rato más.
Aprovecharé la ocasión para pedirle que ponga Netflix. Quiero maratonear The Walking Dead o Supernatural como sonido de fondo mientras leo mi nuevo e-book: El psicoanalista. Elantris me encanta, pero haré una pausa y esperaré a comprarlo impreso, quisiera tomar notas en sus márgenes.
Desenchufo mi teléfono que lleva toda la mañana cargándose junto a la cama y abro el archivo. Mis ojos me arden. Sospecho que tengo un poco de fiebre porque siento que estoy dentro de un refrigerador. ¡Demonios!
Maldigo una y otra vez mientras me esfuerzo por leer el primer capítulo de la novela entre bostezos y largos parpadeos.
"Descansaré los ojos por un par de minutos", me digo.
Cuando el teléfono suena. Me despabilo de repente, asustada. Cambié mi tono de llamada anoche porque estaba aburrida del anterior y todavía no me he acostumbrado a oír la esta canción. Me encanta, pero me desconcierta. Estoy acostumbrada al coro de Hogwarts de la película de Harry Potter, pero llevaba ya dos años con la misma musiquita, al punto de que ni la escuchaba. Se había convertido en parte de mí.
Entreabro uno de mis ojos. La luz de la pantalla me molesta. No puedo ver el número. Atiendo.
—¿Hola? —susurro.
—¿Te desperté? —pregunta mi hermano.
—No, bah, no sé —admito—. ¿Qué pasa?
—¿Qué tanta hambre tienes?
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El chico de la mala gramática (COMPLETA)
Teen Fiction★ Mila está obsesionada con los chicos perfectos que aparecen en sus libros. Julián está decidido a conquistarla, pero ella solo es capaz de ver sus defectos. ★ **** Una tarde, recibí una declaración de amor anónima que estaba colmada de errores, ¡e...