Capítulo III: Canción de reyes

353 19 1
                                    

Aerys caminaba sin prisa por las despejadas y solitarias almenas de la Fortaleza Roja. El día había atardecido con un brillante sol que dejaba más que clara la cercana llegada de un caluroso verano. En aquel momento vestía con finos ropajes que no le daban demasiado calor, dejó incluso en su alcoba su espléndida y pesada capa de marta roja tendida sobre su cama. A un lado de la muralla, la ciudad de Desembarco del rey se extendía bajo él brindando al monarca un hermoso paisaje. Podía oír el ruido de las calles, los herreros martilleando, los carruajes trotando, pequeños talleres incluso que aún producían golpes de clavos y sierra de madera. Pero si había un sonido que reinaba en ese momento por encima del resto, era sin duda un choque de aceros.

El patio de armas se encontraba justo en el otro lado de la muralla, y en él se podía ver a los caballeros entrenando ferozmente. Aunque más que un entrenamiento aquello que Aerys estaba viendo se asimilaba más a una batalla, pues según podía ver había dos hombres enfrentando a diez. Uno de ellos era alto y de hombros anchos, tenía los ojos marrones y el pelo corto, y una barba rala crecía en su cara. Poseía una expresión calculadora, su mandíbula definida estaba siendo apretada por sus nervios. Empuñaba dos espadas, y las hacía rotar esperando a sus rivales, se trataba sin duda de Arthur Dayne. El otro, era un chico alto con el pelo largo y rubio casi blanco cuyos ojos violeta miraban a sus contrincantes atentamente. Era un joven apuesto y muy atractivo. Llevaba su pelo recogido de tal manera que lucía cómo un auténtico guerrero de los salvajes, y aún así le confería cierta elegancia. Portaba un escudo agarrado fuertemente en la mano izquierda, y una espada ligera de combate en la derecha. Aerys observó entonces con gran orgullo a su hijo Rhaegar. Ambos muchachos rondaban su decimoséptimo día del nombre. El rey observó el momento en el que el maestro Willem dio la orden, y los diez soldados se lanzaron contra los dos chicos. Cuando el primero de ellos levantó su acero contra Rhaegar, éste alzó su escudo y paró el golpe, al tiempo que remataba con la espada por debajo. Arthur paraba cada golpe con una de sus espadas, y asestaba el de vuelta con la otra. Y así entre los dos lograron abatir a sus contrincantes. Willem asintió y separó al grupo.

-Vamos principito que no quiero que me los machaquéis.- dijo el maestro con una sonrisa.

-De acuerdo de acuerdo.- dijo Rhaegar.

Willem le dio a Rhaegar una palmada en la espalda de aprobación y el chico se volvió a centrar en el muñeco de prácticas con el que entrenaba antes de la pelea de nuevo. Siguió asestando golpes, uno tras otro. Practicando distintas fintas y maniobras hasta que sintió la mano de Arthur en su hombro.

-Rhaegar, tu padre.

Rhaegar se dio la vuelta y miró en la dirección que su amigo señalaba, ahí de pie en las almenas, su padre le observaba. Inclinó la cabeza ante su padre, el rey, y dejó sus armas en la armería para posteriormente subir donde el hombre le esperaba. Aerys rondaba la cuarentena de edad, tenía algunas canas ya en su rubio pelo, pero aún se veía joven y de buena salud. El rey le hizo un gesto a su hijo para que lo siguiera y juntos pasearon por las almenas del castillo, observando todo el pueblo de Desembarco del Rey.

-Llevas un buen camino Rhaegar.

-Gracias.- respondió éste asintiendo.

-Tu destreza con la espada es inigualable. En escasos ocho años ya posees un talento equiparable al de muchos de mis mejores hombres.

-Lo hago lo mejor que puedo padre.

-Y lo haces bien Rhaegar. Lo haces bien. Pronto serás nombrado caballero.

Rhaegar miró a su padre.

-¿Caballero?

-Así es.

Rhaegar, el último dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora