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Capítulo II: Vivencias de Hércules, parte 2.

-¡Salta o te haremos saltar! -Gritaba la tripulación con rabia e incluso burla.

Me habían atado las manos con una cuerda que dañaba mis muñecas y ahora estaba en el filo de un largo tablón, perdiendo mi equilibrio.

-Por favor, no. -Supliqué una y otra vez tratando de no acabar en manos de del mismísimo Poseidón. Una punzada en mi espalda me hizo saltar, acabando en el fondo del mar, sangrando.

...

Desperté unos días después, en una cama que no logré reconocer.

-Quel est votre nom, monsieur? -Murmuró una chica a mi lado, no sabía bien lo que quiso decir ya que apenas podía imaginarme en qué clase de idioma estaba hablando.

-¿Disculpe? -Gruñí llevándome la mano a la cabeza, sentía como si me hubiera crecido un pequeño cuerno en plena frente.

-Oh... Attend un moment. -Fruncí aún más el ceño cuando volvió a hablar, realmente no tenía ni idea de qué decía.

Y entonces se fue, dejándome solo. Pude inspeccionar la habitación un poco; parecía estar en un tipo de almacén de heno, se podían oír sonidos de animales y si respirabas lo suficientemente hondo, podías olisquear el salado aroma del mar.

Me preguntaba cómo era que había sobrevivido, ¿quizá mi padre habló con Poseidón para salvarme? Podía ser.

¿Qué sería de Ulises? Quizá los Dioses lo castigarían, así como a la tripulación.

La realidad era que me sentía tan desanimado que cualquier cosa me afectaba negativamente hacia mi persona, en este caso; me sentía mal por Ulises, tenía algo de miedo de que lo castigaran por mi culpa.

Ya que los Dioses podían llegar a tener  la mente del peor psicópata a la hora de castigar, el claro ejemplo estaba en Ticio.

Mis pensamientos fueron opacados por una voz femenina, la cual sí hablaba mi idioma, aunque con un acento algo raro.

-¿Se encuentra bien, señor? -Habló una señora de unos cuarenta años, arrastrando todas y cada una de las erres. -¿Recuerda como se llama?

-Me llamo... Harold. -Traté de disimular lo que tardé en inventar mi nuevo nombre con una sonrisa. -Me duele la cabeza.

Ellas se encargaron de sanarme.

Anne, -quien hablaba mi idioma- tenía aspecto de ser una mujer cuarentona y amable, me confesó que me encontraba en Marseille, Francia.

Me enseñaron el Francés así como el Inglés y el Español con el paso de los años.

Cuantos más idiomas aprendía, menos escarmentaba.

Ya que lo hice de nuevo, me encariñé tanto de Anne como de Gemma, su hija.

Me hicieron sentir como si realmente fuera de la familia, así que cuando Anne se encontraba en su lecho de muerte, le confesé quien realmente era.

-Perdóname, Anne. -Susurré apretando el agarre de su mano.- Yo... No quiero ser hijo de Dioses, no quiero. -Negué apoyando mi frente en su regazo. -No quiero que te mueras, no...

-Cuida de Gemma, hijo mío... -Susurró cerrando los ojos, como si no le importara que le estuviera llegando la hora. -Cuídala.

Y esas fueron las últimas palabras de mi madre adoptiva antes de que las parcas cortaran su hilo de vida.

Cumplí con la promesa que le hice a Anne hasta que quince años más tarde, Gemma murió de la Peste.

No pude hacer nada más que estar atento a todo lo que me pedía mientras agonizaba ya que ningún médico pudo ayudarla.

...

Meses más tarde, -tras abandonar la casa- partí hacía Inglaterra ya que de todos los idiomas que me enseñaron el inglés era el que más me gustaba.

Anne me habló de lo recatados que eran los ingleses, que no les gustaba meterse en vidas ajenas y que algún día podrían enseñarme a leer y escribir con su abecedario y sus números -que supuestamente eran los que más se usaban por alrededor del mundo-.

Con el paso del tiempo veía como las cosas mejoraban; el barco que use para ir de Francia a Inglaterra no tenía nada que ver con el que Ulises tripulaba.

El viaje duró mucho menos de lo que esperaba, ya que con Ulises solíamos tardar de uno a tres meses para parar en el próximo puerto.

El navío llegó a nuestro destino a los veinte días de viaje, todos sanos y salvos.

En el momento en el que me adentré por aquellas calles pude diferenciarlas de las de Francia, pero también pude compararlas en algunos aspectos; la higiene era parecida, ya que podían notarse las manchas de orín en plena calle, pero las vestimentas y los carruajes parecían ser más elegantes y caros.

Al no saber leer, tuve que preguntar dónde se encontraba el banco, ya que sabía que la moneda de Francia no servía en aquel sitio.

Las cambié sin problema, -aunque a la salida tuve que evitar a más de uno que quería robarme- y aunque me ofrecieron guardarlo ahí, me rehusé.

Conseguí mi propia casa -algo modesta- unos meses después y ahí me hospedé durante décadas y décadas.

Nunca salí mucho, ya que no quería llamar la atención por mi apariencia.

Pero gracias a los espejos, descubrí que mi aspecto cambiaba sin que yo me esforzara, lo único que necesitaba eran ropajes apropiados y siempre estaría acorde con la época.

Sabía que mi madre se estaba encargando de que mis deseos de pasar por desapercibido se realizaran, y yo estaba más que agradecido.

Poco a poco empecé a aprender a leer y a escribir gracias a unas clases particulares, cosa que me ayudó mucho a conseguir trabajo.

Empecé en un taller arreglando los carros que se partían del uso excesivo, el encaje de las piezas me maravillaban en demasía, uno de mis conocidos de una de las épocas, George, -un hombre que vivía como podía- me habló de algo llamado Ingeniería, llamando mi atención de inmediato.

Y conforme pasaba el tiempo, aprendía más y más del tema -porque siempre había algo nuevo que aprender-.

También aprendí mucho de política, ganandome una y otra vez puestos en el Parlamento, en talleres de renombre, manejando trenes, -una vez que los crearon-... A veces los aceptaba, pero nunca podía mantenerme mucho tiempo en un trabajo; yo siempre tendría apariencia de un veinteañero, pasara el tiempo que pasara.

También, con el paso del tiempo, conseguí ahorrar lo suficiente para comprar una mansión en las afueras de Londres, con el servicio más fiel que existía -sirviéndome generación tras generación, ya que los dejaba tener sus familias-.

Había pasado por mil sufrimientos y aunque me gustaba aprender de todo y me llenaba lo suficiente para no estar deprimido, nunca estuve acompañado.

Siempre solo, recordando vagamente a Megara, que con el paso del tiempo se me fue olvidando como de hermoso tenía el rostro, como de dulce era su voz, como de perfecta era ella.

Mas nunca olvidando el dolor que sentía al haberla perdido.

Dead heart.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora