{ 6 · Lechuzas }

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—¡TOM! ¡TOM! ¡TOOOOOOOOOM! 

Tom abrió la puerta del baño envuelto en una bata de toalla. Los cabellos rizados le caían, húmedos y cargados de burbujas jabonosas. Su expresión decía que, luego de casi dos años, Harry Potter no había cambiado ni madurado en lo más mínimo: seguía siendo aquel chico explosivo intermitente, aquel chico sádico y cruel, tan mentiroso y manipulador, y, a la vez, representando y aparentando una extraña inocencia que conseguía ponerle el vello de punta.

Su expresión también decía que le vendería su alma al diablo por cinco minutos de paz.

Si no consideraban que él no tenía alma, aunque bueno, si la tuviera, la volvería a vender.

—¿Qué ocurre, Harry?

El muchacho usaba ropas de su talla, no como los viejos trapos que usaba cuando le conoció. Estaba más alto, pero por más que comiera con velocidad y voracidad, seguía estando flaco. Sí, ya no tan enfermizamente flaco, pero lo seguía estando. Tom tenía la teoría de que la magia de Harry, tan desatada y poderosa, estaba consumiendo energías de su cuerpo de la única forma que ingresaban: en calorías.

—¡Lechuzas! —chilló el chico—. ¡LECHUZAS! ¡TOM, HAY LECHUZAS! ¡¿SABES LO QUE SIGNIFICA?! ¡¿LO SABES?!

Tom se recargó en el marco de la puerta del baño.

—Sí —musitó con tranquilidad—. Lo sé.

Los ojos de Harry estaban enloquecidos.

—¡JODER, TOM! ¡LA CARTA! ¡LA CARTAAAAAA! —y siguió chillando mientras corría por el pasillo, saltando escaleras abajo, haciendo caer polvo y aserrín a los Dursley, atrapados en aquel armario debajo de las escaleras durante las noches, momentos en que Harry cerraba sus ojos y prácticamente toda la magia que creaba se adormecía con él. Tom, claro, podría hacer algo que no había hecho en años –magia, no magia demoníaca, sino magia de mago, la magia con la que había nacido– y manipular bajo un exitoso Imperius sin la necesidad de varita a aquellos dos repugnantes muggles, pero, ¿para qué tomarse el tiempo? No era algo que Harry le hubiera pedido, a pesar de que fuera conocedor de su magia.

Tom acabó de bañarse con rapidez y cuando bajó, observó a Harry en aquellos momentos en los que verdaderamente podía apreciar su locura. Observaba las cartas en el suelo (pilas de facturas, revistas de moda y el hogar, periódicos envueltos de varios días de anterioridad), inmóvil, y sobre todas ellas el sobre de pergamino con tinta verde esmeralda.

Tom posó suavemente su mano sobre el hombro de Harry.

—Ahí está tu carta —murmuró, imitando un tono suave que normalmente intentaba aplicar cuando observaba aquellos pequeños desniveles entre su realidad y la del niño—. Ábrela. Ve qué dice.

—Ya sé qué dice —la voz de Harry era hueca—. No puedo ir…

Tom frunció el ceño.

—Harry, ¿no deseabas aprender magia?

—Sí —Harry se aclaró la garganta—. No puedo ir solo.

Tom enarcó las cejas y Harry le lanzó una mirada tan extraña y tan perversa que el demonio sólo podía verse en muchos, muchos problemas.

—Tom… —Harry se agachó para buscar la carta, abriéndola con descuido, leyendo con rapidez su contenido, sus ojos vagando por el pergamino de forma tan veloz que parecía que no estaba leyendo nada en realidad; aunque Tom le conocía, le conocía bastante, y mucho más cuando sintió una de esas miradas sobre él—, ¿qué tan bueno eres para transformarte a ti mismo?

Dead from the neck upDonde viven las historias. Descúbrelo ahora