Capítulo 21

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Las horas corrían. 

Cuando menos una decena de veces volví a desmayarme. Diez veces más el loquero violó mi mente, diez veces más perdí la consciencia, y diez veces más desperté con la nariz sangrando. Mi esposo desde su sitio me estudiaba con expresión preocupada, y a menudo exhortaba a mi torturador dejarme descansar, pero éste sólo se limitaba a pedirle vigilar mis valores vitales. Por mi parte yo no podía tolerar el choque ni por un segundo, mi reacción era instantánea.

–Si no colaboras, nunca avanzarás– advirtió con aspereza.

–¡No sé cómo hacerlo!– le grité yo con frustración.

–Acepto que te sucediera las primeras veces, pero ya deberías poder enfrentarlo. Tu cuerpo y mente ya conocen las dimensiones del dolor, necesito que prepares tu voluntad para convencerte de que lo puedes soportar. No dejes que te tumbe, resístelo, o te mantendré despierta yo y será peor, créeme.

–¿Te parece que caigo en el piso por capricho?– le reté –¿Por qué querría yo retrasar mi maldito control?

–¡No estás preparándote para hacerle frente!– condenó –Estás predispuesta al colapso como una salida.

–¡No es cierto!– rugí con odio.

Entonces presente y pasado se mezclaron de nuevo en una espiral infernal y atormentante. Todos los sonidos que había conocido, todos los sabores que había probado, todas las palabras que una vez hubieron salido de mi boca o llenado mis oídos. Todos los dolores y placeres, sensaciones, emociones, recuerdos, mi vida entera se repetía frenética en mi cabeza mostrándome cada fracción de mi mundo al mismo tiempo. Cada pensamiento me acuchillaba furiosamente, no podía ver, las imágenes tan rápidas como incandescentes me enceguecían. Supe que pasaba el tiempo. Uno, dos, tres, cuatro segundos pero la tortura no terminaba, el loquero finalmente me estaba sosteniendo, no perdería la consciencia ésta vez.

Y era el auténtico infierno.

–¡Basta!– grité, retorcida en el suelo y con las manos sobre mi cabeza –¡Basta!, ¡Basta!, ¡BASTA!

Pero no se detenía, no lo haría, y pronto empezó a empeorar. Resultó que no me limité tan sólo a revivir cada vivencia, si no también a darle vida a todo lo que una vez hubiera sido imaginario. Con las puertas de mi subconsciente abiertas, mis pesadillas se materializaron frente a mí. Las paredes blancas que me rodeaban ahora lloraban sangre, el piso se inundó con el agua nauseabunda que había soñado la noche de mi rapto, los dedos de mis manos crecieron imposiblemente y mi rostro se partía como cascarón.

–Encuentra el alto poder– dijo el loquero.

Un millón de escenas se interponían para oprimirme, y en la mitad de mis alucinaciones estaba Daniel. Podía verlo lastimarme, podía verlo utilizarme, lo veía asesinándome. En muchas imágenes elegía a sus esclavas por sobre mí, pero de entre las ilusiones que tuvieran que ver con él, la más grande se alimentaba de mi peor miedo: Aquella en que lo veía disfrutar de los besos de otra mujer. A su compañera yo no la conocía, no en realidad, pero mi subconsciente le había dado un rostro y un cuerpo que era el que ahora me mostraba. Era Akie Zarina, yo lo sabía.

–¡Encuentra el alto poder!– ordenó de nuevo mi torturador.

¿Pero cómo podría yo encontrar algo dentro de aquel diabólico desorden? Todo lo que mi casi inexistente consciencia real buscaba era un refugio... Y lo hacía con tanto desespero, que acabó por conseguirlo.

Mi consciencia presente se alojó en un recuerdo. Descubrí que al dejarme absorber por sólo uno, el resto de los pensamientos se neutralizaban. No era como los recuerdos que me transmitía Daniel, pues a pesar de ser míos, no se sentían tan vividos. Era como repetirlos dentro de un sueño. Estaba encerrada en una capsula desde cuyo interior podía escucharse el escándalo del que había huido. Lo oía, le temía, pero no me afectaba. Reconocí el lugar en el que había caído, era mi primera escuela. Estaba sentada en mi pupitre con un cuaderno de dibujos entre mis manos, me sentía ansiosa. A mí alrededor todos cuchicheaban, eran niños igual que yo, pero a diferencia de ellos, yo nunca había convivido con otros. Dentro de casa me sentía en libertad, pero fuera de ella no podía encontrarme a mí misma. Ninguno de mis compañeros de clase compartía mis gustos, ni siquiera me aceptaban en su grupo del todo, era por ello que yo procuraba celar mis cosas. Aquel día sin embargo, la maestra había pedido un dibujo especial, premiaría el mejor con un obsequio. La mayoría de los trabajos eran coloridos, con paisajes, animales, o representaciones de las familias de cada niño. El mío reflejaba lo que deseaba, lo que me atraía, así que acabé por hacer un dibujo de murciélagos y arañas. Valery, la niña más astuta del salón y quién para entonces ya me había bautizado con un apodo humillante, se levantó de su asiento para gritarme.

Diosa Roja  | Libro 4Donde viven las historias. Descúbrelo ahora