Mientras ve como su viejo amigo camina por el pasillo que lleva a los ascensores, Ortiz decide que quiere estar solo el resto de la tarde por lo que envía a Magda, su jefe de campaña, a acompañar a Castaño hasta la puerta mientras él se encierra un rato en la «ermita», su oratorio personal, para encomendarse a San Benito y a San Juan de la Cruz.
Tiene más de un pensamiento en la cabeza: por un lado está la posibilidad de que su candidatura se esfume por entre los dedos y por el otro la necesidad de comprometer su moral para lograr sus metas.
No está del todo seguro de que los movimientos propuestos por su amigo sean la mejor elección. Pero no porque él fuera un mal consejero político, sino por el hecho de que la alianza que propone va en contra de sus juramentos: tanto Alexander Ortiz como Romeo Castaño son militantes activos de la ortodoxia de monseñor Lefebvre. Por esta razón están llamados a combatir el «veneno modernista» que relativiza la fe y asfixia al cristianismo.
Este veneno fue formalmente señalado y condenado por el gran Papa San Pio X en su magistral encíclica «Pascendi dominicis gregis» y, trágicamente, aceptado por la iglesia a partir del Segundo Concilio Vaticano que dio inicio al cisma.
A comienzos de los años sesenta, la iglesia católica poseída por el demonio del liberalismo, propuso ─y aceptó─ en el Concilio Vaticano II tres preceptos heréticos: el primero fue la libertad religiosa con su declaración «Dignitatis humanae» que le otorgaba el derecho a cada persona a la libertad civil y religiosa, desalentando así la labor misionera que los miembros de la iglesia había estado llevando a cabo por milenios: si antes tenían la orden de convertir a como diera lugar a los protestantes, los musulmanes y los judíos, ahora les pedían dialogar con ellos y hasta aceptarlos. El segundo fue el conciliarismo, con el que la iglesia dejaba de lado su carácter monárquico y adoptaba uno democrático. Por último, y el peor de todos, el ecumenismo en el cual se propone que todos los credos son iguales y agradan de igual manera a Dios; incluso los paganos, los animistas y aquellos que no hacen parte de la religión cristiana.
Ante tal desatino criminal por parte de las cúpulas más altas de la iglesia, a monseñor Lefevbre no le quedó otra opción que crear la fraternidad sacerdotal San Pío X en 1971 para defender la disciplina tradicional. Decisión que le valió, junto con todos sus seguidores, la excomunión «latae sententiae» ―es decir, inmediata― y pública por parte del papa Juan Pablo II en el 98.
Entre otras cosas, además de negar los preceptos antes mencionados, sus creencias lo llevan a asistir únicamente a la misa tradicional, que realmente llena su espíritu y su necesidad de Dios: aquella plagada de incienso, de cantos gregorianos que se realiza en latín a espaldas de los creyentes perfectamente vestidos con sus cabezas cubiertas con trapos negros o blancos, y a considerar, al igual que Lefrebvre, que las iglesias evangélicas no son de santa doctrina y por lo tanto deben ser vistas como sectas a las que convertir.
Alexander Ortiz sabe muy bien que aunque el mundo cambie el hombre siempre será el mismo y gracias a la iglesia y sus reglas es que puede conquistar su propia perfección de la mano de las leyes de Dios. Por eso no hay que temer a los cambios ni doblegarse ante ellos como lo hizo el concilio que separó a la iglesia en dos.
La libertad religiosa que practica la iglesia posconciliar es un error grave, incluso político, que permite que la anarquía y la violencia proliferen sin nadie que los detenga. A menudo esa violencia está vinculada, de una u otra forma, con las prácticas de las falsas religiones paganas y del satanismo.
Lo que quienes argumentan a favor de la libertad religiosa no entienden es que si los hombres dejan de estar sometidos a Dios pueden caer con facilidad en el paganismo, el judaísmo o incluso hacerse musulmanes o testigos de Jehová. La historia siempre ha enseñado que los cristianos no podrían vivir en un mundo dominado por otra religión. Por eso el ecumenismo es un error grave que atenta contra la civilización y la inteligencia humana.
Ortíz llega a su destino. Abre la puerta de la «ermita». Se inca ante el altar para encomendarse a sus santos de confianza, los que nunca le han fallado cuando toma una decisión difícil. Junta sus manos y con devoción se entrega a la oración en busca de una intervención divina.
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La danza del carnero [Tomo I: Grimorio]
ParanormalEn un pueblo que se cree de brujas está escondido un pequeño libro con el rostro de un carnero. Nadie sabe de dónde vino ni cuál es su historia, pero de lo que sí están seguros es que ese es uno de esos libros que no se deberían abrir jamás. ¿Qué su...