3.4 -De noche en el pueblo de las brujas

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El suelo de piedra hace que la silla de Amalia se tambalee de un lado a otro. Deben caminar muy despacio para evitar lastimarla mientras se trasladan.

Una vez en el lugar se dan cuenta que el evento está al menos una hora atrasado por lo que deberán esperar si quieren hacer parte de él. Lucía está emocionada con la idea de plantar árboles así que mientras esperan le compra uno a una anciana con un sombrero de paja. Irma, por su parte, toma todas las fotografías que puede: los actores preparándose, las imágenes religiosas, los niños jugando, las aves comiendo el maíz que les tiran, los perros recostados en el suelo pasando el rato y todo aquello que se le cruce en su camino.

Verónica y Amalia esperan comiendo helado de fruta bajo la sombra de un árbol.

Son casi las tres y media de la tarde cuando comienza la procesión. El cielo está oscuro y el viento sopla muy fuerte. Pasan algunos minutos antes de que la primera gota caiga sobre uno de los cirios y lo apague, en menos de nada la lluvia es tan fuerte que deshace la multitud. Las amigas buscan refugio bajo los techos de las casas coloniales, pero no logran evitar empaparse.

Esperan alrededor de una hora hasta que se dan cuenta que la tormenta no va a amainar antes del atardecer. Es peligroso para ellas devolverse así, por lo que es necesario que encuentren un lugar para pasar la noche.

La anciana del sombrero de paja les recomienda una posada no muy lejos de dónde están escampando. Irma y Lucía se adelantan, consiguen dos habitaciones y algo de ropa seca para que todas puedan cambiarse.

La lluvia cesa después del anochecer.

Como, al día siguiente, Irma y Lucía están encargadas de manejar de regreso a Bogotá, quieren estar descansadas para poder hacerlo bien. Por eso comen temprano y se van a dormir en una misma habitación para no molestar a las otras dos jóvenes que deciden pasar el rato jugando algún juego de mesa antes de imitarlas.

Está bien entrada la noche cuando se abre la puerta de una de las habitaciones. El suelo de madera cruje bajo el peso de la silla de ruedas.

―Deberías aprovechar para dormir, no es algo que puedas hacer mucho en tu casa ―Amalia aconseja a la joven que está sentada en los escalones de madera frente al patio―. ¿No te asusta estar aquí a oscuras? ¿Y si es verdad lo que dice Irma sobre las brujas? ―susurra un poco azorada.

Para tranquilizarla, Verónica enciende la linterna de su celular y lo pone sobre el suelo. La luz deja al descubierto un hermoso jardín lleno de flores y una fuente de piedra en el centro.

―¿Sabes? Me gustaría vivir en un lugar así ―Verónica acomoda la silla de ruedas a su lado mientras habla―. ¿Ves cómo se ve el cielo tan lleno de estrellas? Una vez leí que ésta es la vista de la vía láctea desde adentro ―saca una chocolatina de su bolsillo, parte la mitad y se la da a Amalia quien la come de inmediato antes de que se le derrita entre los dedos―. Si algún día me escapo sería a un lugar como este, donde pueda mirar a las estrellas sin que la luz de la ciudad las opaque ―continúa―. Aunque ahora tendría que pinchar tu silla para asegurarme de que no me vas a perseguir ―bromea recostando su espalda contra las ruedas de su amiga.

Se quedan un rato así, sintiendo el viento fresco de la noche.

―Eso no me detendría ―responde Amalia cuando termina su chocolatina―. Te agarraría con fuerza y me tendrías que traer arrastrada, incluso con las ruedas pinchadas. Además, vas a necesitar a alguien con quien hablar y en el mundo no hay nadie que te escuche mejor que yo.

―¡Cómo quisieras que eso fuera verdad! ―bromea Verónica.

―Lo es, sino ¿quién más te habría conseguido algo como esto? ―le entrega un paquete envuelto en papel periódico. Verónica lo abre y queda sorprendida: es el libro del carnero que había estado ojeando en la librería―. Admítelo, Vero, me necesitas en tu vida.

―¿Cómo...?

―Apenas saliste abordamos a ese horrible hombre que te había tratado mal. Insistió e insistió pero juntamos dinero y le pagamos casi el doble del precio que nos dijo. No pudo resistirse.

Verónica se levanta y abraza a su amiga.

Todo lo que Amalia ha hecho por ella desde que se conocieron en el bachillerato es más de lo que alguna vez esperó de alguien. Sin importarle su enfermedad siempre ha estado ahí cuando la necesitó, siendo su mayor sostén en los momentos más difíciles y alegrándole la vida con detalles tan pequeños como el que acaba de tener.

De pronto recuerda que Amalia tiene sus días contados y siente espanto. Se aferra con fuerza a su amiga deseando ahuyentar la enfermedad de su cuerpo.

―Quédate siempre conmigo, por favor. No sé qué voy a hacer cuando no estés. ―Solloza.

Amalia le da algunos golpecitos en la espalda: no es la primera vez que tienen este tipo de conversación y seguro no será la última vez que lo hagan. Suspira un poco y acaricia la cabeza de Verónica mientras llora. Deja que se desahogue por un rato, que saque toda esa impotencia. Es justo que se libere un poco del dolor, como lo han hecho todas ellas en algún momento.

―Prométeme algo, Amalia.

―¿Mmm?

―Prométeme que vamos a encontrarnos de nuevo, en otra vida y que harás todo lo que puedas por estar sana.

La danza del carnero [Tomo I: Grimorio]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora