6.1 -Hechizo para curar todas las enfermedades

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Desde que realizó el hechizo esa noche, Verónica de Narváez no había querido pasar más tiempo en compañía de sus amigas, quizá por temor o quizá por pena. 

Cuando la luz blanca se esfumó y el lugar quedó oscuro y en silencio, se dio cuenta que algo había cambiado en ella. Tal vez para siempre.

Como de costumbre, su reacción inicial fue la de huir.

Salió por la puerta de atrás sin que nadie se diera cuenta que había estado en la unidad de cuidados intensivos, justo a tiempo para presenciar el momento en que una de las enfermeras entraba a la pequeña habitación a confirmar el milagro. 

Luego observó, desde lo lejos, la reacción de los Caballero ante la noticia, deseando estar ahí para abrazarlos y emocionarse a su lado.

Sin embargo, había algo en ella que la detenía de hacerlo. 

Un miedo ancestral que conducía sus pasos hasta un lugar seguro. Por eso, en vez de caminar hacia esas personas que tanto quería, se descubrió a si misma vagando en dirección a la parada del Trasmilenio.

Llegó a la estación y se quedó esperando como una autómata, en medio de la oscuridad, a que iniciaran sus actividades y empezaran a atender al público. Sin pensar por un solo instante que al quedarse allí de pie estaba exponiéndose a los peligros de la ciudad.

Tal vez era a consecuencia de la bruma interna que había empezado a sentir desde el momento en que apareció esa luz blanca, y que ahora no le permitía analizar con claridad sus actos.

Cuando llegó la señorita que atendía la taquilla, Verónica compró un pasaje y tomó el primer articulado que pasó en dirección al Portal Norte. Allí ingresó a la zona de los intermunicipales y se subió al bus de Chía que estaba detenido a la espera de pasajeros.

De esta manera, la joven estaba entrando en su casa antes del amanecer.

No fue hasta que llegó a su habitación que sucumbió a esa pesada bruma: perdió el conocimiento y cayó al suelo. 

Para su fortuna nadie se dio cuenta de su presencia y por eso mismo nadie acudió a socorrerla. Cuando volvió en sí eran más de las dos de la tarde, lo sabía porque el sol siempre se colaba por su ventada luego del mediodía y desde niña le gustaba jugar a adivinar la hora de acuerdo a su posición en el cielo.

La casa estaba en absoluto silencio.

Como todos los fines de semana, sus padres habían salido a dar un paseo por el pueblo. 

Agradeció para sus adentros esa costumbre que siempre les criticó. Sabía que tenía el tiempo suficiente para reponerse y entender lo que le estaba sucediendo ya que no volverían hasta las siete de la noche.

Se levantó del suelo como pudo y trastabilló hasta el baño. Tenía la imperiosa necesidad de observarse en un espejo, sabía que algo no estaba bien con ella.

Por sus extremidades avanzaba una debilidad de ultratumba que la hizo caer cuando le faltaba poco por llegar, por lo que tuvo que arrastrarse unos cuantos metros para alcanzar su destino. 

Esto la agotó. 

Permaneció varios minutos tirada, incapaz hacer algún movimiento, hasta que juntó las fuerzas que le quedaban y se sostuvo como pudo del escusado para ayudarse a poner en pie. Cuando este no le dio a basto, usó el lavamanos para quedar completamente erguida.

Una vez se sintió estable miró su reflejo en el espejo.

Lo que encontró le hizo ahogar un grito de espanto y luego caer, azotando con estrépito su trasero. 

Aunque el dolor agudo producto del golpe le enviaba corrientazos a sus piernas, no le importó. Estaba muy impresionada para notarlo del todo: al otro lado del espejo una anciana le había devuelto la mirada.

Rápidamente recorrió su cuerpo con sus ojos comprobando algún signo de envejecimiento, pero no encontró nada visible. Sus manos, su pelo y su piel ―aquello que le quedaba fácil ver sin la necesidad de un espejo― seguían igual de jóvenes que la última vez que las había visto.

¿Se lo habría imaginado?

De nuevo volvió a ponerse de pie con la intensión de comprobar aquello que había acabado de ver. 

Esta vez, sin embargo, se topó con algo que esperaba aún menos: en el reflejo del espejo no estaban ni ella ni la anciana, sino una niña de unos siete años con la cara sucia y los bucles desordenados. 

La miraba con tal curiosidad que hizo sentir a Verónica como si fuera ella la intrusa.

¡Tenía que estar alucinando! No había otra explicación. Se llevó la mano a la mejilla para darse un buen pellizco y así despertar de una vez por todas. 

La niña en el espejo hizo lo mismo.

«¿Pero qué tratáis de hacer?», la sobresaltó la voz aguda de la niña que resonaba en su cabeza haciendo que Verónica frenara en seco la mano antes de apretar con fuerza el cachete.

―¿Pero qué...? ―preguntó anonadada dejando caer la mano ―¿Qué demonios me está pasando?

Esto hizo que la niña riera.

«Sí que sois burra» acotó después de una larga carcajada. 

Verónica intentó defenderse pero antes de que pudiera abrir la boca la niña se había transformado nuevamente en la anciana.

«Si tanto deseabais usar el libro, al menos deberíais saber quién es el dueño»

―¿Quién eres tú? ―Preguntó Verónica cada vez más confundida.

La anciana al otro lado del espejo volvió a transformarse, esta vez en una seductora mujer de labios carnosos que intimidaba a Verónica con la mirada.

«Soy alguien que ha sido olvidado durante tanto tiempo y tú me acabas de despertar».

La danza del carnero [Tomo I: Grimorio]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora