Amalia Caballero nunca había trabajado antes en su vida. Por culpa de su enfermedad llegó a pensar que eso de lo que unos se quejaban y otros anhelaban nunca iba a ser para ella; que iba a morir con las ganas de saber lo que se sentía trabajar.
Pero entonces sucedió el milagro que la curó y ahora estaba por acabar su primera jornada laboral.
Hace dos días había accedido a hacer parte de un evento para los damnificados del invierno que estaba llevando acabo uno de los políticos más respetados, Alexander Ortiz.
Gracias a eso había conseguido lo que ella consideraba su primer trabajo ya que habían pactado un pago por su participación.
Esa tarde había tenido que ir a la capacitación. Además de explicarles qué tenían que hacer y cómo, tanto a ella como a sus compañeros les habían puesto a hacer una serie de ejercicios de integración que la habían dejado exhausta.
Se despide de las personas que acaba de conocer, alegre. No se volverán a ver hasta el evento.
Sale del edificio, afuera está oscuro.
Mira el reloj del celular: son las nueve de la noche. Desde su época de colegio no había estado tan ocupada como para perder la noción del tiempo de esa forma.
Sube la cremallera de su abrigo para no dejar que el frío entre a su cuerpo. Un carro negro de placas extranjeras se parquea cerca de la entrada. Nadie se baja, tal vez estén esperando a alguien.
Amalia continúa su camino.
Afuera, la noche no es muy diferente del resto de noches en la capital. El viento helado amenaza con calarle los huesos, pero la sensación de libertad que le entrega es tranquilizadora. Por fin había tenido su primer día trabajo y ahora podría volver tranquilamente a su hogar, con la moral en alto.
El trayecto hasta la estación de Transmilenio no es largo pero es oscuro y solitario.
En el sector solamente hay edificios de oficinas que cuyos trabajadores ya se habían ido a casa hace varias horas, salvo por una que otra excepción. Según lo que le habían dicho sus hermanas era un sector tranquilo, sin embargo en la noche no dejaba de preocuparle tener que pasar por ahí sola.
Mira para ambos lados antes de cruzar la calle, el carro negro de placas extranjeras sigue parqueado frente a la oficina.
Mientras camina mira el cielo disfrutando de su belleza, la luna se alza redonda y amarilla sobre la ciudad como un ojo cíclope que vigila. Junto a ella, las pequeñas luces de las estrellas se confunden con las luces que provienen de los edificios dando la impresión de que por un glorioso momento la tierra se fusiona con el firmamento; lo natural con lo artificial en una danza misteriosa de luces y de sombras.
Un sonido la saca de su ensoñación.
El carro negro de placas extranjeras acaba de arrancar y se dirige a la autopista.
Amalia busca la tarjeta roja que le permite ingresar al sistema, está en el bolsillo interno de su abrigo, como Verónica le había aconsejado. La saca y la sostiene entre sus manos mientras sube las escaleras del puente que conecta con la estación, lista para insertarla en los torniquetes.
En la estación no hay un alma, todo está completamente vacío y en silencio.
Las luces rojas del monitor anuncian el tiempo que faltaba para que pase el próximo bus: siete minutos. Amalia se pone nerviosa ante tanta soledad.
El viento que se cuela por las rendijas de la puerta sopla directamente hacia sus botas, enfriándole los pies. Con cuidado apoya su frente contra el cristal y cierra los ojos por un momento.
Está más cansada de lo que había esperado.
Siente como otras personas entran a la estación pero no les pone cuidado. Al menos ya no está sola. Los pasos de quienes acaban de entrar golpean fuertemente la plataforma de metal en su dirección, se acercan.
—¿Es usted Amalia Caballero, la joven del milagro? —le pregunta un hombre. Ella abre los ojos y voltea la cabeza para ver quién es.
—Si —responde con una sonrisa, trata de disimular el cansancio.
Dos hombres de trajes negros la observaban con los brazos cruzados. Miden como dos metros de estatura y tienen la cabeza rapada. Amalia los siente como una amenaza.
—Es necesario que venga con nosotros —advierte el hombre de la derecha señalando al frente.
—¿Qué? —pregunta sorprendida la joven siguiendo con la mirada el lugar que le muestra el hombre.
Lo último que ve antes de recibir un golpe que la deja inconsciente es el auto negro de placas extranjeras esperándola en el carril exclusivo de los articulados.
ESTÁS LEYENDO
La danza del carnero [Tomo I: Grimorio]
ParanormalEn un pueblo que se cree de brujas está escondido un pequeño libro con el rostro de un carnero. Nadie sabe de dónde vino ni cuál es su historia, pero de lo que sí están seguros es que ese es uno de esos libros que no se deberían abrir jamás. ¿Qué su...