El trayecto por tierra entre la Jagua y Bogotá dura un poco más de seis horas, sin embargo, para ellas el recorrido se extiende casi a diez. Además de detenerse a comer el desayuno y luego el almuerzo, hacen algunas paradas para evitar que el viaje sea pesado para Amalia. Cuando finalmente llegan a la capital son las cuatro de la tarde y cuando Verónica llega a Chía, después de tomar el transporte público desde el apartamento de sus amigas, ya está anocheciendo.
Nada más abrir la puerta de su casa se encuentra con que, como siempre, las luces están apagadas. Solo se alcanzan a ver, por debajo de la puerta de la habitación del primer piso, los destellos sombríos que arroja un televisor.
Las carcajadas de la comedia de turno se combinan con el tecleo monótono que proviene de la oficina improvisada en el altillo: su mamá, a esa hora, continúa trabajando.
Nadie se da cuenta que Verónica ha vuelto. Es un alivio. Por más de que desea saludar a su familia y contarles sobre el viaje, teme alertar a su padre sobre su presencia. Desde que se graduó de la universidad, hace algunos años, no ha habido una sola vez en la que sus conversaciones no terminen en algún tipo de discusión. Ya es algo rutinario, sin embargo, aunque esté acostumbrada, la sigue afectando.
El daño que le causan las disputas entre ambos ha llevado a que Verónica haga todo lo posible por evitar encontrarse con él.
Cierra con mucho cuidado la puerta principal, esforzándose por hacer el menor ruido posible. Intenta subir a oscuras las escaleras. En puntillas pisa los retazos de lo que alguna vez fue un hermoso tapete carmesí. Da uno, dos, tres pasos cuando siente, con temor, como la puerta del primer piso se abre de un portazo llenando repentinamente el lugar con las imágenes luminosas que escapan de la pantalla.
Se da cuenta que ya es tarde para esconderse.
―¿Dónde estaba? ―gruñe una voz ronca desde el vestíbulo.
Verónica se mantiene en silencio, haciendo lo posible por pasar desapercibida en la oscuridad.
Eso exaspera a su padre. Siendo el hombre de la casa exige ser tomado en cuenta por su hija y el hecho de no poder obtener de ella lo que desea lo enoja aún más. No comprende en qué momento dejó de obedecerle en todo y empezó a tomar su propias decisiones. La rebeldía de Verónica, acompañada de su indiferencia ante la situación en la que se encuentra la familia, lo ha llevado a tener que actuar con el fin de llevarla por el camino correcto y al mismo tiempo hacerle comprender cuál debe ser su papel en el hogar.
―¿Se siente bien perder el tiempo cuando su mamá tiene que trabajar para mantenernos? ―suelta.
Se hace silencio en el altillo.
―Mauricio, por favor, déjala llegar. Debe estar cansada... ―trata de conciliar su mujer.
―¿Y nosotros no? ―le responde él. En la televisión vuelven a sonar las carcajadas.
Verónica conoce a la perfección a dónde quiere llegar su papá. Es agotador, ya lo han discutido tantas veces sin lograr ningún acuerdo. Cuando lo hacen, él siempre cambia de parecer y acomoda las cosas a su conveniencia. No es que ella no entienda las necesidades por las que están pasando en este momento, es que cada vez que intentó ayudar todo terminó mal.
―¿Qué más quiere que haga, papá? ―lleva una mano a la frente y se da algunos golpecitos tratando de evitar un dolor de cabeza ―¿Encontrar un trabajo? ―pregunta cansada―. ¿Para qué? ¿Para qué lo vuelva a sabotear?
El hombre guarda silencio. Sabe que lo que sucedió en aquella ocasión no estuvo bien, no debió haberse contactado a escondidas con el jefe de su hija para exigir un aumento ni empezar a perseguirla para que renunciara cuando éste se negó. Tampoco debió interferir con los otros tres trabajos que tuvo: él veía cómo se esforzaba, pero al saber que a veces ni siquiera le pagaban el salario mínimo la recargó con los quehaceres del hogar hasta que, extenuada, terminó dimitiendo.
―¡Era mi primer trabajo! ―arremete Verónica con la voz entrecortada por el enojo que le causa el recuerdo.
―¡Usted estudió en una buena universidad! ―le responde su padre.
―¡Pero no tengo experiencia laboral! Ahora eso es casi tan importante como un título universitario ¿qué más esperaba que pudiera conseguir? Si al menos me hubiese dejado crecer en ese trabajo sé que habría podido lograr algo más. Con lo que me pagaban tenía para cumplir con la cuota del crédito educativo. Ahora me llaman para cobrar y no sé ni qué decir ―se defiende―. ¡Tengo miedo de conseguir un nuevo trabajo y tengo miedo de no tener ninguno!
―Al menos debería esforzarse... ―empieza su padre. Desea, aunque sea, motivarla para que luche por algo.
―¡Al menos debería esforzarse también usted! ―lo interrumpe indignada su hija―. ¡Se la pasa todo el día viendo televisión y criticando mientras nosotras vemos qué hacemos para llenar su estómago!
Verónica se arrepiente de lo que dice en el mismo instante en que termina de hablar. Sabe que acaba de lanzar una bomba y que si no sale de ahí lo más rápido posible se le devolverá con mucha más fuerza.
Aunque le molesta la forma en la que se lo imponen, nunca ha tenido problema con ayudar en su casa y mucho menos aportar de manera económica para la manutención de la familia. Decide escapar antes de que el conflicto escale aún más y continúen diciendo cosas con el único fin de herirse mutuamente. Volverá más tarde cuando los ánimos se hayan calmado y sepa que sus padres duermen.
Antes de que alguien pueda responder sale corriendo sin tomarse la molestia de cerrar la puerta.
Lleva consigo la mochila que usó para el viaje y algunos pesos en el bolsillo que le permitirán defenderse mientras está afuera.
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La danza del carnero [Tomo I: Grimorio]
ParanormalEn un pueblo que se cree de brujas está escondido un pequeño libro con el rostro de un carnero. Nadie sabe de dónde vino ni cuál es su historia, pero de lo que sí están seguros es que ese es uno de esos libros que no se deberían abrir jamás. ¿Qué su...