Desde que llegaron a la Jagua, hace un par de horas, Verónica de Narváez no ha dejado de sentir que las observan y ahora que están dentro de esa vieja librería esa incomoda sensación ha aumentado.
Quien no les quita los ojos de encima es el hombre detrás del mostrador con cara de pocos amigos que la joven trata en vano de ignorar. Percibe la mirada punzante, fija en su espalda, que le atraviesa todo su ser hasta el punto de hacerla sentir desnuda, desprotegida. Está inquieta, detesta saberse el centro de atención de algo o alguien.
Muy a su pesar voltea con la esperanza de encontrarse al hombre distraído con alguna otra cosa. Sin embargo, desde que pasaron por la puerta no hace sino tropezar continuamente con un par de ojos castaños poblados de cejas que parecen no tener la necesidad de pestañear.
—Deja de mirarlo de esa forma, Vero. Pensará que te quieres robar algo —la reprende entre susurros la joven en silla de ruedas que la acompaña. Se le dificulta hablar con normalidad—. Perdóname si lo dije feo, no quiero que lo sientas como un regaño —se disculpa.
—¿No te incomoda que nos mire de esa forma? —le susurra Verónica controlándose para no voltear de nuevo.
—Ya estoy acostumbrada. Mientras que no nos mire con lástima me da lo mismo... ¡Oh! ¡Un libro de mándalas! —señala con torpeza un lugar en la estantería, sus ojos se iluminan—. ¿Me lo pasas, por favor? No quiero incomodarte, lo siento.
Verónica se estira para conseguir el ejemplar un par de estantes más arriba de lo que alcanza su mano. Para llegar a su objetivo se ve en la necesidad de dar unos cuantos saltitos hasta que logra hacer contacto con el lomo. Lo empuja un poco con la punta de los dedos. Cuando lo toma, mira de soslayo el mostrador para encontrase nuevamente con los ojos del hombre.
—Al menos debería intentar atendernos —susurra entre dientes a su amiga.
Le entrega el objeto en las manos temblorosas por culpa de la enfermedad y se da cuenta que Amalia ya no le va a prestar atención por un buen rato: su concentración estará en las diferentes formas y colores que, como siempre, hará lo posible por memorizar. Asegura que contemplarlas le ayuda a meditar y a disminuir el dolor.
Como Verónica sabe lo mucho que le gustan esas figuras decide explorar las estanterías en busca de algún otro texto similar o en su defecto alguno que le llame la atención a ella.
Repasa con la mirada la inmensidad de formas y colores que tiene delante y se da cuenta del placer que le produce esa vista. Hace mucho tiempo no se permitía el gusto de perderse entre anaqueles llenos de libros ni de disfrutar su agradable aroma a viejo.
Sin embargo, su felicidad se ve opacada al recordar que aún sigue siendo observada. Siente la mirada del hombre sin tener que dar la vuelta para confirmarlo. Ahora que su amiga está distraída tiene la impresión de estar mucho más indefensa.
Antes de darse cuenta está volteando de nuevo.
Tiene razón: el hombre no les ha quitado el ojo de encima ni por un solo momento.
Trata de concentrarse en las obras que tiene enfrente pero el corazón le late con fuerza, como si en su interior se iniciara una estampida de tambores. De pronto el aire se hace más escaso, se le dificulta respirar. Un cosquilleo recorre la punta de sus pies. Se balancea un poco tratando de apartar la sensación, pero lo único que logra es que le recorra la pierna. Patea el suelo y carraspea. Disimula su incomodidad levantando la mirada como si buscara algo en la parte superior, pero no logra concentrarse. El cosquilleo sigue subiendo por su cuerpo y ya no sabe cómo se puede acomodar para evitar que lo haga. Realmente desea salir de ahí. Quisiera gritarle al hombre para que la deje de mirar y así detener todo.
Toma una bocanada de aire sin hacer ruido, está decidida a preguntarle cuál es su problema. Aprieta los puños con fuerza y se arma de valor. Abre la boca pero no le salen las palabras al primer intento, pasa saliva y se da la vuelta para enfrentarlo.
En ese momento la puerta se abre de golpe haciendo sonar la campana de la entrada.
Tanto el hombre del mostrador como las dos amigas observan a las otras dos jóvenes que entran sonrientes. Son Irma y Lucía, las hermanas de Amalia que las saludan con la mano. Amalia y Verónica les devuelven el saludo. Irma, la hermana mayor, se dirige al mostrador a hablar con el hombre: quiere hacerle una entrevista para su blog de viajes. Lucía, la menor de las tres, se les acerca sonriendo.
—¡Pensé que ya tendrías una pila de libros para comprar! —comenta mirando a Verónica de arriba a abajo, perpleja.
Verónica no sabe que responder, le apena contarle la razón por la que aún no ha seleccionado nada. Sonríe y levanta los hombros para disimular. Lucía toma el gesto como respuesta y se dirige a su hermana mayor a quien saluda con un beso en la frente.
—¡Encontraron un libro de mándalas aquí! ―exclama sorprendida al ver el objeto que tiene entre las manos.
Amalia está dichosa, no solo descubrió algo que le gusta a ella sino que además ya tiene identificados algunos textos que le gustarán a su hermana menor y muere por mostrarle su selección.
—Mira éste de cocina que encontré —lo ofrece a Lucía—. Es viejo y ajado como los que le gustan a Verónica, pero estoy segura que tendrá recetas deliciosas para que prepares.
—¿Quieres que lo veamos entre las dos? —le pregunta su hermana menor con una sonrisa.
―¡Si!
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La danza del carnero [Tomo I: Grimorio]
ParanormalEn un pueblo que se cree de brujas está escondido un pequeño libro con el rostro de un carnero. Nadie sabe de dónde vino ni cuál es su historia, pero de lo que sí están seguros es que ese es uno de esos libros que no se deberían abrir jamás. ¿Qué su...