Capítulo 40 "Honor y tradiciones"

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El caballo galopaba con agilidad a gran velocidad, su jinete mostraba concentración y marcada determinación, inclinado hacia la crin del equino que se agitaba con el movimiento, la mirada fija al frente y una expresión dura y casi petrificada.

A pesar de la fina llovizna, hombre y caballo no parecían inmutarse.

A lo lejos se comenzaron a distinguir las torres del castillo perteneciente al Ducado de Alba, rodeado de campos de sembradío. El camino comenzó a cambiar y dejó de ser lodoso para convertirse en empedrado, el ruido los cascos del caballo en su galope comenzaron a hacerse presentes y esto pareció despertar a quien lo montaba, aminoró el paso un poco y su torso se enderezó.

Llevaba ya como tres horas de camino, que a fuerza de adrenalina no los había sentido, sentía que apenas había iniciado su loca carrera.

Vinieron a su mente la estampa de Mariana semidesnuda y golpeada; la desesperación, rabia e impotencia que había sentido al verla; el dolor en su pecho al creerla muerta... Sacudió la cabeza... «¿Qué haces Lavalle?» se volvió a repetir.

El castillo parecía crecer cada vez más al acercarse, el caballo con el cambio de ritmo, comenzó a dar muestras de cansancio.

A la mente del Conde llegó el recuerdo reciente de la plática con aquella mujer, que con un hilo de voz le contaba como el Duque de Alba había reaccionado ante su negativa de seguir con el amorío que habían tenido, el brote de rabia de éste, como había despedido a toda la servidumbre mientras la tenía encerrada y una vez que quedaron solos, la había golpeado una y otra vez hasta dejarla casi sin sentido, había sido violada para después recibir más golpes y antes de quedar inconsciente, la había sentenciado: "Si no eres para mí solo serás para los gusanos"...

Lavalle apretó los puños y se dijo «Es por justicia, es por honor, es por el bien de la humanidad...» Bufó y aceleró un poco el paso de su corcel.

Al poco tiempo llegó al puente levadizo detrás del cual estaba la entrada al edificio. Un guardia salió al paso y le indicó que se detuviera. Lo hizo mientras observó como en lo alto un par de guardias más le apuntaban con ballestas.

—¿A dónde va? —Preguntó el guardia de la entrada.

—Soy el Conde de Lavalle, vengo a ver al Duque.

El vigía sin decir levanto la mano en señal de alto y dijo:

—Espere un momento. —Dio un grito y al instante salió otro individuo que después de recibir una seña se internó en la fortificación.

A los pocos minutos regresó con la autorización de dejar entrar al visitante.

Lavalle se internó entre los espaciosos jardines que antecedían al la parte interior del castillo, llegó hasta la entrada principal y fue recibido por el ujier de Alba, quien le dio un saludo y le indicó que por instrucciones de su señor en el castillo siempre sería bien recibido, al tiempo que le detenía al corcel para que desmontara.

Una vez que Lavalle descendió, salieron al paso un par de lacayos que tomaron las riendas del animal, al tiempo que aquel hombre regordete de cabello y bigote rojizo le comentaba:

—El Duque de Alba no se encuentra en estos momentos, no creo que regrese hoy, pero le prepararé una habitación si desea esperarlo, se llevarán a su caballo para que se alimente y descanse.

El Duque dudó un poco, he hizo un movimiento para regresar a su montura, pero al ver al animal con visibles muestras de cansancio, solo le dio unas palmadas en el cuello y exclamó en voz baja: «Gracias amigo», respiró profundo y controlando los sentimientos que lo invadían dijo en el tono más desfachatado que pudo:

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