Idiota.

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Elizabeth tiró todo lo que había sobre el escritorio de su cuarto en un ataque de rabia y celos.

¿Por qué? ¿Por qué había tenido que aparecer aquella maldita bastarda?

Elizabeth no era tonta, y no se engañaba a sí misma: Alexander no la amaba, nunca lo había hecho. Quizá le tenía un ligero cariño, pero desde luego no la quería como ella lo quería a él. ¿Y qué? Aquello nunca le había importado demasiado. Sabía que él había pasado por una situación difícil, que tenía el corazón helado y encerrado tras muchos muros. Sabía que no llegaría hasta él así como así, pero no importaba, porque ella paciente, al menos en ese tema, y podía esperar todo lo que hiciera falta.

Pero a pesar de lo mucho que estaba dispuesta a esperar por hacerse con una pizca de su cariño, no estaba dispuesta a que ese cariño se lo quitara otra. Desde luego que no.

Elizabeth, al contrario de lo que la mayoría pensaba, era una luchadora. Nunca había estado dispuesta a dejarse avasallar por el hecho de ser mujer, y tampoco estaba dispuesta a que otros hirieran a su hermana por el simple hecho de que el corazón de Martha era aún dulce e inocente, no como el suyo, lleno de espinas. Había aprendido desde pequeña que tenía que luchar por todo lo que quería de verdad, y que ser noble no iba a ayudarla en eso.

Sabía que las mujeres del pueblo la odiaban por su posición, por su belleza, por su riqueza. Si supieran todo lo que había tenido que pasar por tener esas cosas que ella ni siquiera había pedido. Si supieran que ella no era más que una yegua de cría. Las campesinas tenían que trabajar, pero al menos podrían casarse con quien quisieran.

Ella no. Sabía desde que tenía uso de razón que la casarían con cualquier anciano adinerado. Por eso, cuando sus padres aceptaron su unión con Alexander, se sintió la mujer más feliz de aquel inhóspito paraje. Y por eso, no iba a dejar que cualquier arpía se hiciera con el corazón de Alexander.

Y lo peor era que no tenía idea alguna sobre cómo actuar. Alexander nunca había demostrado el menor interés, ni amoroso ni amistoso, por ninguna mujer. Ni siquiera por ella.

Y aunque quisiera hacer ver que no le importaba, aquello la mataba por dentro.

Siempre se había burlado de Martha por su necesidad de atarse a un hombre y de agradarlo, pero sabía que ella misma sería capaz de matar por él. ¿Acaso no era peor aquello?

Elizabeth apretó los labios en una mueca de enfado.

Sería capaz de sobrevivir sin él, claro. Pero no de vivir y ser feliz.

Muchos hombres se habían acercado a ella con intención de seducirla, de casarse con ella, pero Elizabeth terminaba despreciándoles a todos.

Ella era de Alexander. Así había sido desde aquel fatídico día en la que él la salvo, y así sería hasta el día de su muerte. Y aquello estaba bien para ella.

El problema es que Alexander no era de nadie. Era un alma triste con tendencia a la autodestrucción, y por mucho que Elizabeth había tratado de ayudarle, nunca había sido capaz.

-¿Lady Elizabeth? –Susurró la tímida voz de Amelié. Elizabeth la miró a través de las ondas doradas de su cabello, y se irguió para recibirla. Aquello no era propio de ella, así que hizo lo que siempre hacía: alzó la barbilla y compuso una estudiada sonrisa de suficiencia.

-¿Necesitas algo, Amelié?

Amelié entró en la habitación. Se retorcía las manos, nerviosa. Siempre actuaba así delante de Elizabeth.

-Quizá debería comenzar a arreglarse, Lady Elizabeth. La cena comenzará pronto.

Ah, la cena. Al menos tendría oportunidad de ver a Alexander entonces y de tratar de aclarar qué demonios se traía entre manos con aquella chica, Prudence.

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora