Juramento.

619 73 42
                                    

Elizabeth se consideraba inteligente. Incluso desde niña, comprendía las cosas mucho antes que el resto de niños de su edad. Aquello tal vez había resultado ser una desventaja, pues dejó de ser inocente muy rápido, y la compañía del resto de niños de su edad la aburría sobremanera.

En realidad, le aburría la compañía de todo el mundo.

Quizá fue en aquella tierna época infantil cuando comenzó a comprender cosas que le serían vitales después. Como solía pasar más tiempo con los adultos, comenzó a observarlos. En especial, y como la mayoría de niños hace, se fijó en sus padres.

Victoria siempre había sido hermosa. Nadie podría negarlo, ni siquiera las damas que le lanzaban miradas envenenadas. Posiblemente, la única mujer que podía igualarla en belleza, era Rebecca Corwell. Elizabeth la había visto a veces de niña, y se había fijado, sorprendida, en que las dos mujeres no podían ser más distintas. Eran como hielo y fuego.

Victoria siempre llevaba aquellos vestidos pesados y llenos de joyas, el pelo rubio recogido en complicados y tirantes moños. Nadie soportaba demasiado tiempo la mirada de sus ojos azul hielo, y sus labios rara vez esbozaban una sonrisa.

Rebecca, por el contrario, se vestía con sencillez, llevaba siempre suelta la melena pelirroja, y los hombres siempre buscaban encontrarse con sus ojos esmeralda.

A pesar de que Rebecca no tenía dinero para ropa elegante y debía cargar ella sola con el cuidado de su pequeño bastardo parecía mucho más feliz que su madre, que incluso en aquella época se mostraba distante y retraída todo el tiempo.

Gerard Williams, por otro lado, ignoraba el dolor y el hastío de su esposa y se dedicaba a perseguir a las damas que le ofrecían sonrisas fáciles. No era ningún secreto que probablemente ninguna se salvaba de haber estado en sus aposentos, y a Victoria parecía que no podría haberle importado menos.

Sin embargo, un día Elizabeth fue espectadora silenciosa de cómo Gerard le regalaba a Rebecca Corwell el collar preferido de su madre. La pelirroja se lo había ganado con una de aquellas sonrisas lentas y un contoneo de caderas, nada más.

Puede que fuera ese día en el que se dio cuenta de que la belleza era un arma.

Rebecca Corwell era una experta en usar aquella ventaja, mientras que su madre fingía no saber lo hermosa que era.

Desde entonces comenzó a fijarse en el resto de damas que pasaban por la mansión, preguntándose cuántas usarían la belleza en su favor. Ninguna era comparable a Victoria, pero su padre parecía preferir una sonrisa hueca que la desmesurada y fría belleza de su mujer.

Elizabeth tardó en comprender por qué su madre no usaba su hermosura en su favor. Sin embargo, en cuanto tuvo edad de comprometerse, lo entendió. Muchos hombres que le sacaban más de diez y más de veinte años la pretendieron. Probablemente, darían su mano a algún viejo lord.

La belleza era un arma, sí, pero un arma de doble filo.

Elizabeth aprendió que la belleza sin el ingenio de poco servía.

Su hermana era dulce, hermosa y buena, y todavía no había aprendido la lección. Esa era la única explicación de que estuviera tan feliz de casarse con Phillipe Lenoir.

Y todo había quedado inservible cuanto la vieja mansión cayó. Los libros de hechizos, el pelo que iba a usar Elizabeth para la poción que haría que Phillipe no fuera más que su marioneta...

¿Qué podría hacer ahora?

Martha seguía convencida de que amaba a aquel imbécil.

Frustrada, se dejó caer sobre la cama. El cabello rubio se desparramó a su alrededor.

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora