Viaje.

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Patíbulo terminó de leer rápidamente las entradas correspondientes a los días 11 y 12 de Noviembre del diario de su padre, y lo guardó en la bolsa de viaje que había preparado. Había resuelto leer todos los diarios de sus antecesores para comprender mejor lo que se esperaba de él como cazador.

La verdad es que sabía poco acerca de las brujas. Sabía que su poder estaba unido a la naturaleza, y toda su vida había creído que existían tan solo cuatro clases: las brujas de fuego, agua, tierra y aire, como Beth Elmorth. Cuál sería su sorpresa cuando leyó que había, como mínimo, una más: la clase de las  brujas alimentadas por la oscuridad. Le hubiera gustado continuar leyendo, aprender más sobre las brujas. Sin embargo le incomodaba sobremanera leer sobre la vida sentimental de su padre, imaginarlo como un muchacho enamorado de la pureza de su madre, atraído por las curvas de su tía. Se sentía extraño asomándose de esa manera a la vida de su padre. Además, se le agotaba el tiempo. No podía quedarse tranquilamente leyendo sobre historias del pasado cuando Elizabeth se estaba muriendo. Porque se estaba muriendo. Lo vio en la palidez de su piel, en las ojeras que habían aparecido bajo sus ojos.

Preparó en la bolsa de viaje, además del diario, carne seca para una semana, algo de fruta, pan y una cantimplora con agua. Sabía que algunos cazadores usaban viales, pequeñas botellitas llenas de líquidos misteriosos, para combatir a las brujas, pero él no sabía cómo prepararlos. 

Se guardó Aquelarre al cinto y escogió con cuidado una de las armas que había en la biblioteca. Optó por Abel, el enorme hacha de filo liso a dos manos que descansaba, casi con inocencia, junto a su gemelo de filo curvo: Caín. Escogió a Abel por la sencilla razón de que ya estaba familiarizado con la manera de portar un hacha, aunque fuera de menor tamaño, y porque con su filo liso cercenaría con mayor rapidez lo que tuviera que cercenar. Por último, se vendó ambas manos, por si se veía en el caso extremo de pelear a golpes. 

¿Aunque cómo ibas a vencer algo que no puedes tocar? Estaba seguro de que Beth encontraría la manera de alejarlo lo suficiente como para no tener que enzarzarse contra él en una pelea física, de la cual sería claramente ganador. Sin sus poderes, Beth era simplemente una chica flacucha de metro sesenta.

Repasó varias veces todo lo que llevaba, como si fuera un ejercicio de meditación. Estaba nervioso, porque no era estúpido: siempre había contado con su superioridad física para ganar cualquier pelea, pero esta vez no sería igual. Necesitaría ser superior en rapidez y astucia. No sabía si podría vencer a la bruja, pero lo intentaría de todos modos. Sea como fuere, no le quedaba ya nada en aquel pueblo.

El sonido de golpes en la puerta lo distrajo. Decidió ignorar los golpes, por lo que permaneció en silencio. Sin embargo, la persona que estaba al otro lado de la puerta no desistía. 

Quizá es Martha con alguna noticia importante.

Lo dudaba, pero no podía quedarse escondido en un rincón de su casa para siempre.

Abrió la puerta lentamente, no supo bien por qué, solo para encontrarse con esa muchacha cargante, Prudence Anderson.

Llevaba el cabello, negro y suelto, echo un desastre y tenía las mejillas arreboladas. Aquello y su respiración irregular le indicó que la joven había llegado corriendo hasta allí.

-¿Puedo ayudarla, señorita? -preguntó, vacilante. Quería cerrarle la puerta en la cara y largarse de una vez, pero algo en la mirada gris de Prudence le hizo detenerse.

La joven resopló y se dobló, apoyando las manos sobre las rodillas. El cabello le resbaló ante la cara, por lo que Patíbulo dejó de verle el rostro momentáneamente. 

-Se marcha -dijo Prudence entre jadeos. No era una pregunta. Sonaba más bien como una acusación.

-Sí -no tenía por qué ocultarlo-. ¿Necesita algo más, o sólo se ha presentado aquí para señalar obviedades?

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora