Aire.

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La gente gritaba.

Las cuatro condenadas se apiñaban en una esquina del cadalso. Prudence no conocía sus nombres, tampoco recordaba habérselas cruzado en el mercado o cerca del río, pero estaba claro que eran hermanas. Todas tenían el mismo pelo sucio, los mismos ojos aterrados. Se agarraban las unas a las otras como si pensaran que se volatilizarían en el aire de otro modo. La mayor tendría la edad de Elizabeth, como mucho. La pequeña tendría catorce, como mucho.

Prudence no quería estar ahí. Le había suplicado a Martha que la permitiera permanecer en la mansión desde que se enteró de que debían ir a la ejecución. Martha había fingido no oír sus ruegos al principio, pero finalmente se encogió de hombros.

-Si quiero que los estúpidos rumores sobre que la brujería corre entre mi familia acaben, tendré que ir a las ejecuciones. Que los demás vean que apoyo al pueblo. Y tu deber, como mi dama de compañía es justo esa. Acompañarme –no volvió a hablar del tema.

Para la ocasión habían bañado, peinado y maquillado a Prue. La habían embutido en un precioso pero simple vestido añil, cuyo corset la obligaba a no respirar apenas. Elizabeth se la encontró en lo alto de las escaleras de la mansión, boqueando y preguntándose cómo demonios iba a bajar aquella escalinata, si apenas podía moverse.

-Te acostumbrarás –fue lo único que dijo mientras sonreía.

Y allí se encontraba ella ahora: con los bajos del vestido manchados de la mugre que descansaba en los adoquines del pueblo. Alguien la había agarrado de la manga, quizá para mantener el equilibrio, y había tirado tanto de ella que la había descosido.

La gente gritaba, se amontonaba, se empujaba para hacerse con el mejor sitio desde el cual ver la ejecución. Sin embargo, por mucho que el público enloquecido bramara, había un lamento desgarrador que se escuchaba por encima del resto. "¡Mis niñas, mis niñas!". La muchedumbre pretendía no oír al anciano cuyo corazón estaba a punto de hacerse trizas.

El verdugo, que Prue recordó de la noche en la que había llegado a la mansión, pero cuyo nombre se negaba a volver a su memoria, se mantenía junto a las acusadas. El pelo negro le caía sobre la frente, demasiado largo, quizá. Los ojos, dos piedras negras, escrutaban al público sin compasión. La boca esbozaba un rictus de amargura. Cruzaba los brazos sobre el pecho y cambia el peso de una pierna a otra, sin cesar, esperando que aquello comenzara, o acabara, de una vez.

Martha permanecía a su lado. Trataba de hacerse oír sobre los demás, contarle tal o cual cotilleo. Si se daba cuenta de que Prue la ignoraba, todavía enfadada por haber sido arrastrada hasta allí, fingía no hacerlo.

El magistrado Peterson apareció por fin. En cuanto lo vio, el verdugo arrastró a las hermanas hasta el centro del cadalso, y esperó órdenes. Peterson subió las escaleras del cadalso como si le costara horrores hacerlo, pero con una sonrisa (que quizá algunos habrían creído tranquilizante, pero que ella juzgo siniestra) en la cara. Inclinó la cabeza en dirección al verdugo y luego se dirigió al público, alzando las manos y rogando silencio. La gente calló, expectante, y él comenzó a hablar.

-Pueblo de Beads Valley, como todos sabéis estamos aquí para ejecutar a estas mujeres de brujería. Antes de comenzar, sin embargo, me gustaría hacer una excepción.

Un murmullo se extendió entre la muchedumbre. ¿Una excepción? No irían a liberar a ninguna de aquellas mujeres, ¿verdad?

Por supuesto que no, pensó Prue. Lo que va a anunciar ahora lo llena de alegría.

-Bien es sabido que métodos como el de separar la cabeza del cuerpo no son usados para matar brujas en este pacifico pueblo. No desde aquel horrible incidente con el anterior verdugo.

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora