Elizabeth encontró el poblado de las brujas cerca de dos semanas después de haber huido de su casa.
Lo cierto era que no estaba segura de cuánto tiempo había pasado, ni de cómo había logrado llegar. Había caminado sin descanso a través del bosque durante varias jornadas. Solo dormía cuando no podía continuar teniéndose en pie, y se había alimentado de las bayas y frutas que había encontrado a su paso. Era probable que hubiera estado a punto de coger algún tipo de fruto venenoso que la hubiera matado en segundos, pero la suerte había querido que no fuera así.
Elizabeth jadeó, cansada pero contenta de haber llegado por fin, y le echó un vistazo al pueblucho que se hallaba ante ella. Apenas contaba con unas treinta chozas que se distribuían en torno a una especie de escalones que llevaban a una plaza circular que estaba a menos altura que el resto del poblado. Frente a esta, un trono de madera oscura, y una casa más grande que el resto.
El cosquilleo que notaba en las venas y que la había guiado hasta allí, se apagó.
Ya está, pensó, ya he llegado.
Salió de entre los árboles en cuanto hubo recuperado el aliento, y caminó hacia el centro del pueblucho, con la barbilla bien alta. Algo le decía que estarían mirándola.
Y tenía razón.
Conforme se acercaba a esa especie de plaza, mujeres y niñas asomaron sus rostros a las ventanas de las chozas y salieron de ellas. También había algunos niños, aunque estos últimos no superaban los diez años.
Y aunque toda aquella gente parecía normal, Elizabeth notó el poder que transmitían todas y cada una de las mujeres que comenzaban a salir a la calle para verla mejor.
Elizabeth era consciente del aspecto que tendría, con el vestido hecho girones, el pelo revuelto y la piel sucia. Sin embargo, no le importó.
Una dama siempre era una dama, sin importar su estado físico.
Cuando solo le quedaban un par de metros para llegar a la plaza, la puerta de la casa más grande del pueblo se abrió, y de ella salió una muchacha a la que Elizabeth había visto en varias ocasiones: Bethanie Elmorth. La reconoció enseguida, con sus orejas de soplillo, sus ojos separados y esa maraña de pelo castaño.
Nunca habían sido amigas porque pertenecían a clases sociales diferentes y porque, a decir verdad, Bethanie no le interesaba lo más mínimo. Pero esto último acababa de cambiar: Elizabeth supo con cada uno de los poros de su piel, que Bethanie era una amenaza que era conveniente tener en cuenta. Tampoco había que ser un genio para deducir que la que mandaba en el pueblucho mandaba Elmorth.
-Elizabeth Williams –Bethanie solo habló cuando Elizabeth se encontró lo bastante cerca. Tenía la voz ronca pero dura de un líder-. Quién iba a decir que la gran familia Williams era familia de brujas.
Elizabeth frunció el ceño. Recordaba que no hacía mucho había tenido lugar algún tipo de accidente que tenía que ver con Bethanie. Alzó la barbilla, para que la castaña viera que a Elizabeth tanto le daba su palabrería barata, pero continuó callada.
Bethanie sonrió, como si pensará que la tenía en la palma de la mano, y comenzó a caminar a su alrededor, como un perro que tiene cercada a una presa.
-¡Mirad todos, a la gran Elizabeth Williams! –gritó, para que todo el mundo pudiera escucharla-. ¡La hija de nada menos que Gerard y Victoria Williams viene aquí a pedir... ¿qué? ¿Asilo?!
La muchedumbre murmuró. Y Elizabeth recordó. ¿No era una tal Beth la bruja que casi le había roto la espalda a Patíbulo al levantarlo por los aires y luego dejarlo caer? Pues claro que era Beth. Bethanie Elmorth.
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Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018
FantasyGanadora de los premios Writers for writers 2017 en la categoría de Maravillas sin descubrir. Prudence Anderson hubiera preferido no tener que mudarse a ese pequeño pueblo dejado de la mano de Dios. A pesar de que llega ahí tratando de huir de un pa...