Daniel

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El príncipe azul, dicen. Ja.

Tenía de príncipe azul lo que Madonna de virgen.

No era más que uno más entre aquella caravana de locos sentimentalistas, preocupados por mirar lo efímero y apreciarlo como si fuera una obra de arte que jamás volvería a hacerse... ¿y qué si era así? En ese aspecto era de pronto como aquél principito francés que gustaba de confundir Antropos con sus cavilaciones de niño caprichoso, hastiar a los Sabios que se atrevían a rodearle, hacer que los seres de la luz quisieran cazarlo con mala caña. Bueno, él mismo no quería ser cazado por seres de la luz, ni por nadie más, a pesar de su deseo por salir a veces al sol de la tarde y así poder consumirse lenta y dolorosamente.

Extrañaba embriagarse hasta caer inconsciente como cuando era un humano, olvidar su maldito pesar y soledad durante unas horas al menos; ahora que era un Sabio, lo único que podía saciar esa sensación era beber tanta sangre humana hasta que se sentía casi vivo nuevamente. Podía consumir hasta cuatro humanos en una sola noche, fumarse dos cajetillas de cigarros y beber una botella completa de whiskey tratando de apreciar su quemante sabor sutilmente hasta que tenía que vomitar del asco.

En sus noches solitarias, tan lejos de su Maestro, las sensaciones nacidas como Sabio eran tan intensas que podía des hacer las habitaciones donde se hospedaba a base de patadas y de aventar objetos con fuerza antinatural por mero capricho, como un completo rockstar, para después recobrar la compostura y comportarse como una especie de caballero clásico en una vaga imitación a su Maestro, al Príncipe o el Sentimental, aquél con quien tuvo su primer contacto cincuenta años atrás, tras haber vivido ellos una época similar donde los hombres daban una cara refinada a la sociedad mientras en la oscuridad se retorcían entre los pecados típicos de los humanos que El tanto se esmeró en limpiar.

-Daniel, Daniel. Mi arrogante Daniel, ardiendo en el purgatorio de vida que él mismo escogió. –Recitaba el Antiguo, sabiendo que su lengua afilada lo hastiaba. –Tan ruidosos sus pasos como ese horrible genio que te cargas.

-Cállate.

De pronto le complacía ahorcarlo, romperle el cuello y cortar de tajo aquella risa burlesca que salía de sus labios cada vez que lo escuchaba cerca de él. En otro tipo de circunstancias se había entregado a su jugarreta y lo hubiese perseguido como un poseso durante toda la noche hasta dejarse atrapar y explayar todos sus oscuros deseos en él, pero algo más le había dado una razón suficiente para evitar convertirse en un homicida (de Sabios) y un suicida al mismo tiempo.

-Pajarillo con nombre de ángel, cantas dolor a tu andanza, cantas la muerte por donde pasas.

-No lograrás nada de mí. –Inquirió Daniel, alisando la rubia cabellera oscura con los dedos en una especie de tic nervioso. –Ni esta noche, o alguna más. Me avisas cuando de pronto tu pseudo hechicería funcione.

-Sé que sí, mi estimado y necio muchacho. –Inquirió aquél denominado Antiguo, mientras contemplaba el color sangre del cielo tras el atardecer por el enorme ventanal de la sala, el pelo oscuro extremadamente corto desde que fue transformado en su época. –Ya que, ¿quién más permitiría que guardaras a tu bella durmiente? ¿Tu querido Maestro? Soy el único que no te empotraría a una pared y esperaría a que tu marca se desvaneciera para...

Su mirada violácea destelló en la oscuridad de la enorme sala, callando al Antiguo de golpe, quien atinó a sonreír con cierta malicia; y si, en cierta manera era el único lugar al que podía huir cuando las situaciones lo sobrepasaban, cuando ya se había quemado por el sol en sus vagos intentos de suicidio que no tenía el valor de realizar... y se asqueaba, le asqueaba regresar al nido forzado donde su Maestro lo arrojó tras transformarlo, como el padre que abandona al hijo en manos de otros para que hagan su trabajo.

Cuentos de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora