Terror: Tempestad en medio de la noche

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Los Infiernos es un pueblo muy tranquilo de Murcia. Nada que ver con aquel terrible cartel que habitaba al principio del pueblo. Nathalie lo sabía muy bien, era un pueblo rural más, dónde lo más inquietante que había ocurrido había sido el ahorcamiento del caballo de Felixin, que por no dejarse montar, se lanzó a la batalla con la cuerda que lo tenía amarrado en el corral.

Cuando arribó en España, apenas chapurreaba cuatro palabras, así que no la echó para detrás su peculiar nombre. Francesa de cuna, cansada de París, había venido a aquel lugar perdido en la cartografía peninsular por un anuncio en el que se decían buscaban mujeres de campo. Al principio le pareció una estupidez, pero luego fantaseó con la idea de vivir tranquila con un hombre rústico y sin preocupaciones, lejos del bullicio y la contaminación de la ciudad y se lanzó a la aventura. Un autobús entero las llevó a conocer a aquellos hombres de campo, rudos y sencillos.

Alberto no estaba entre los hombres dispuesto a acabar con su soltería, pero al verla dijo sentir un golpe en su patata (así llamaba a su viejo corazón) y no dejó de cortejarla hasta convencerla que ese era su lugar. Sus modales eran toscos pero tan bueno, tan tierno y con tanta paciencia para mostrarla sus costumbres e intentar comunicarse con ella, que la conquistó en poco tiempo.

Allí habían construido su hogar, en un viejo caserío propiedad de su familia en medio del bosque, alejado de las miradas de sus vecinos. A Alberto le gustaba la tranquilidad de la naturaleza pero a ella esa casa nunca la gustó, y se lamentó de aquella decisión tan inconsciente de su marido. Los años habían pasado y ella ya era una mujer entrada en años, había preparado las maletas, no aguantaba más allí, mañana le abandonaría. Él ya le había dejado claro que jamás se movería de aquel espantoso lugar.
Un rayo lejano iluminó el cielo con intensidad. Si tan sólo se hubieran podido mudar al centro del pueblo... pero él se resistía por alguna extraña razón.

– Sé acerca una tormenta eléctrica – dijo para sí mientras se enfundada en su chaqueta de lana; una brisa de viento helado se estaba levantando por momentos. El camino estaba embarrado como consecuencia de las lluvias torrenciales de la última semana. No la daban tregua últimamente y debía usar botas katiuskas de goma verde, las de toda la vida. Allí no llegaban aquellas modernas con dibujos florales y multicolores.

Un segundo rayo acompañado de unas gotas la ánimo a correr pasando cerca de las tumbas de los antepasados de su marido. Un numeroso grupo de claveles y un enorme castaño habían crecido alrededor de ella, proporcionando una buena sombra en verano y calidez; hacían de sus sepulturas un magnífico lugar para leer y para pensar. Pero ahora el aspecto que cobraba era terrorífico.

Nathalie cruzó el porche y un escalofrío la recorrió por todo el cuerpo al sentir el frío de la lluvia. Se había empapado, estaba calada. Abrió la puerta y lo llamó.

– ¿Alberto? –después de esperar unos minutos sin respuesta supuso aún estaría en el bar del pueblo. Mejor. Bajó la maleta con sus enseres. Cogió un par de troncos y los echó en la estufa. Moris, su gato ronroneó cerca de sus pies, pero se enroscó encima del sofá con la mantita de pelo.

– Estás cómodo ¿eh, viejo? Voy a darme una ducha para entrar en calor – le dijo a su felino. No se acostumbraba a aquella soledad, necesitaba compartir sus pensamientos con su mascota, al menos el gato la hacía compañía.

De camino al cuarto de baño, abrió el cajón de la alacena y se preparó un set de velas. Pronto se quedaría a oscuras, con aquellas tormentas la electricidad saltaba continuamente. Se preparó las sales y se metió en la bañera. Estaba muy a gusto.

La bombilla parpadeó unos segundos antes de extinguirse por completo. Nathalie no le dio importancia, las velas humeaban ya desde hacía rato. Pero algo no andaba bien esa noche, algo debió inquietar a Moris, que maulló asustado y saltó contra el cristal de la ventana. Un golpe seco, un gemido y ya no se escuchó más. Extrañada, salió de la bañera y se arropó con la toalla. Cogió un candelabro y alumbró el salón. Otro rayo, pero esta vez acompañado de un trueno. Los cristales vibraron como nunca.

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