Capítulo 9...
Fuera del despacho de Justin había decenas de cubículos enmoquetados que llenaban un espacio del tamaño de un hangar. El ruido de los teléfonos, las fotocopiadoras, las impresoras y los dedos en los teclados producía un zumbido bajo pero constante. Justin se encontraba fatigado, después de haber tenido que vérselas con todas sus madres, de trabajar en el proyecto Parsifal y de haberse quedado hasta tarde con ________ la noche anterior. Pero ahora debía hacer acopio de toda su energía y concentrarse. Después de todo, este era su departamento, su reino. Un puñado de tíos de Micro/Con hablaban sobre las últimas novedades en alta tecnología mientras él, el déspota ilustrado, los escuchaba esforzándose por mantener los ojos abiertos.
Justin apartó la vista del grupo que lo rodeaba y vio a Cloe dirigirse hacia su despacho. Su reino se desplomó en menos tiempo que el virus I Love you destruyó todo el sistema de correo electrónico de Filipinas. Justin recordó que él era el rey de los perdedores. Ahora la humillación venía directamente a su encuentro. Cloe tenía algo que Justin no podía resistir. Ni tampoco los demás hombres, todo hay que decirlo. Era una de esas pelirrojas pecosas, muy competitiva en su trabajo, pero con una dulzura —no, una inocencia— que era un imán irresistible. Justin habría querido catalogar cada una de sus pecas como si fueran constelaciones en el cielo nocturno. Y eso sin mencionar las piernas de Cloe, que eran largas, delgadas, perfectamente proporcionadas.
Cloe estaba en la sección de mercadotecnia de Micro/Con. La mayoría de la gente que trabajaba en marketing era pura apariencia, pero ella era una mujer inteligente y con un sentido del humor muy parecido al de ________. Justin la había conocido el año pasado, en un congreso de vendedores, cuando el Crypton–2 estaba terminado y listo para ser lanzado. Más de trescientas personas llenaban el auditorio, en su mayoría vendedores muy tensos, pero cuando Cloe subió al escenario y comenzó su discurso con un chiste absurdo sobre un enano y una lavadora, Justin solo la veía a ella. La joven no solo había hecho rugir de risa a los tíos del público, sino que lo había conseguido sin dejar de parecer una dama. Todavía hoy, Justin se reía cuando se acordaba. La joven era entusiasta, y también tenía un aura mágica. Cloe era increíble. Ninguna de las chicas que Justin conocía —ni siquiera ________— hubiera sido capaz de soltar un discurso como aquel y salir bien parada. Durante meses él la había tenido en su radar, siempre consciente de dónde estaba ella. Y finalmente había reunido el valor necesario para sentarse junto a ella en un par de reuniones. Le había pasado notitas divertidas, y ella se había reído. Y un día Justin se había sentado junto a Cloe en la cafetería y la había invitado a salir. Había dicho que sí, y luego le había dado plantón.
Y ahora, viéndola en el vestíbulo, Justin hubiera querido no tener que hablar nunca más con Cloe. La joven discutía con uno de los pistoleros de marketing. Uno de esos tíos tan elegantes, puro estilo y nada de sustancia. Justin se quedó inmóvil, visiblemente incómodo. Confiaba en que los tíos que le rodeaban no se dieran cuenta de nada. Ella no podía fingir que no lo había visto. Justin deseó desaparecer, o al menos poder hundir la cabeza en la moqueta de fibra natural, como un avestruz, pero era un deseo irrealizable.
—Ah, hola, Justin —lo saludó muy tranquila Cloe, y siguió por el vestíbulo sin detenerse, sus largas piernas eran un sueño que se alejaba.
—Hola, Cloe —graznó él. ¡Por Dios, la tranquilidad de ella era peor que si lo ignorara! Ahora comprendía que lo había olvidado por completo.
Pero Cloe de pronto se detuvo.
—Eh, discúlpame por lo del sábado —le dijo por encima del hombro, como si acabara de acordarse. Bueno, quizá fuera cierto.
—¿El sábado? —dijo Justin, su voz bajo control. Él también podía volverse amnésico.
—No estaba segura de si habíamos quedado, luego me lié y…
