El amor a la inversa

Prefacio: En la penumbra

El verano pasado estuve de vacaciones en Sonne un hermoso pueblo situado en Alemania a los pies de una de las montañas más altas de la Selva Negra. Mi familia y yo fuimos a ese pueblo de vacaciones durante dos semanas. Ese año, me tocaba a mi elegir el destino y no pude resistirme a la magia de ese lugar.

Dos días antes de volver a casa, me encontraba nerviosa y repasaba en mi cabeza una y otra vez todas las cosas que debía de recoger para no dejar nada atrás. A pesar del calor que inundaba el pueblo logré dormir unas horas, pero en cuanto dieron las seis de la mañana no pude soportarlo más. Me levanté de la cama y me vestí con ropa deportiva decidida a salir y correr un poco con la esperanza de quemar mis energías. Con las zapatillas en la mano para no despertar a mis padres, bajé a la cocina en busca de mi perro. En cuanto entré, veintiocho kilos de Pastor Belga Malinois aterrizaron sobre mí y trataban de lamer mi cara.

- ¡Basta Kai! - el perro que obedeció enseguida se quitó de encima de mí y se sentó. –Así me gusta...

Acaricié su cabeza y ambos salimos al porche. Me coloqué las zapatillas sentada sobre las escaleras y nos alejamos de la casa comenzando a correr. Escogí un sendero cualquiera y lo seguimos unos cuantos kilómetros adentrándonos cada vez más en el bosque. Quería explorar aquella zona ya que normalmente solíamos correr sobre el asfalto y no teníamos oportunidades tan bonitas como esta. Iba trotando ya cansada, cuando algo que había visto por el rabillo del ojo me llamó la atención, una cabaña.

Me pareció raro que estuviera tan lejos del pueblo, pero me extrañó aún más que estuviera escondida entre las malezas. Paré de correr y la miré detenidamente, parecía que estaba abandonada. No tenía intención de acercarme más, pero la curiosidad por ver mejor la cabaña me ganó. Me acerqué con Kai que revoloteaba a mi alrededor pues estaba nervioso y alerta. Su comportamiento me advirtió de que algo no estaba bien. En aquel momento me asaltó la duda, tenía muchísima curiosidad por ver la cabaña por dentro, pero seguí el consejo que me mandó mi conciencia y envié un mensaje a mis padres para que supieran dónde estaba y qué había encontrado.

Siempre fui muy curiosa y aquel día no iba a ser la excepción porque ignorando todas las alertas que pasaban por mi mente, me acerqué a una de las ventanas y observé el interior. La decepción me invadió sutilmente, desde ahí no se podía ver nada. Justo cuando me disponía a irme, un débil sollozo se escuchó desde el interior.

Se me puso la piel de gallina y un escalofrío recorrió mi espina dorsal; definitivamente algo no estaba bien. Con inquietud, llamé a Kai para rodear la cabaña en busca de una manera de entrar.
Al acercarme a la parte delantera, encontré a varios metros de distancia, parado bajo el umbral de la puerta un hombre corpulento con aspecto desaliñado y una mirada de odio que me atravesaba hasta el alma. Comencé a retroceder lentamente, sin hacer movimientos bruscos, como si de un animal salvaje se tratase. Kai se erizaba y gruñía furiosamente a mi lado.

Aquel hombre no cesaba de mirarme fijamente, yo le sostuve la mirada, tenía miedo de cortar el contacto visual. Sin esperarlo, el desconocido echó a correr hacia mí y yo en un acto reflejo corrí en dirección contraria como alma que llevaba el diablo, perdiendo de vista a Kai. Sin embargo, no llegué muy lejos, sentí como se abalanzó sobre mí por detrás y me tiró al suelo. Rápidamente vi como el perro saltó sobre él y trató de morderlo mientras yo me encontraba tirada en el suelo aturdida por el golpe sin poder moverme. El tipo me sujetaba con una mano por el cabello y con la otra agarraba mi mano derecha por detrás de la espalda con tanta fuerza, que me produjo un dolor intenso en el hombro. Kai lo atacaba una y otra vez, pero él le daba patadas mientras me arrastraba hasta la cabaña. Cuando entramos, me dejó caer y cerró la puerta con una llave que después guardó en su bolsillo, dejando fuera al único ser que podía ayudarme. Mi agresor tenía profundos cortes y mordiscos por sus brazos y piernas, provocando así que debajo de él se formara un pequeño charco de sangre. Pero no pareció importarle.