Uno.

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Roma, Italia

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Roma, Italia.
1935.

   Cientas de personas caminaban alrededor de él, todas conversaban al mismo tiempo en que otras también lo hacían, lo que obligaba a sus oídos a permanecer distraídos, intentando no concentrarse en todas aquellas personas llenas de palabras.

El puerto de Civitavecchia, ubicado entre los municipios de
Allumiere, Santa Marinella. Era muy conocido por recibir a extranjeros (mayormente estadounidenses) y darles la bienvenida de una forma muy peculiar. Además de haber cientos de hombres y mujeres pululando por el puerto, también podías encontrar a uno que otro guitarrista cantando coros de iglesia para que así, las personas que oyeran sus cantos tuvieran un buen viaje en compañía de Dios.

– ¿Usted es el educador estadounidense? – preguntó un hombre, acercándose a aquél que esperaba con ansias a un chófer.

– Sí, soy yo – respondió entonces.

– Acompáñeme, yo soy su chófer.

Dicho eso, el extranjero cargó sus maletas hacia el auto del hombre, y antes de subir al vehículo, miró por última vez hacia el puerto.

– No se preocupe, señor – habló el chófer, subiendo al auto –. Le prometo que no extrañará Estados Unidos.

– No lo creo, he oído que Roma es más hermosa.

– Lo es, dependiendo adónde vaya – soltó una risa seca mientras encendía el vehículo, y pronto emprendía marcha hacia una carretera que se dirigía hasta el lugar más alejado del centro de Roma.

El sonido del automóvil opacaba los insistentes cantos de los pajarillos al exterior. Si te asomabas por la ventanilla del auto, no verías más que árboles frondosos y pastizales extensos, pues atravesabas un profundo bosque de la Roma fría.

Las sombras de los árboles formaban figuras de criaturas desconocidas sobre el camino de tierra, y de pronto el canto de las aves cesó por completo, siendo reemplazado por los susurros del viento.
Dentro del automóvil, los dos hombres viajaban en total silencio, con sus abrigos bien cerrados, y la atención sobre el camino de niebla. El conductor, cuarentón, ojerudo y con mala cara, notó la impaciencia de su acompañante extranjero.

– ¿Está seguro de que es por aquí? – preguntó el copiloto, sintiendo un escalofrío al oír el ulular de un búho.

– ¿Quién es el conductor? ¿Usted, o yo? – respondió el hombre, y en sus ojos no demostró más que mucha indiferencia, pero no neguemos que también estaba nervioso.

– Usted, quien también parece cagarse del miedo – susurró el otro, y gracias al sonido que emitían los frenos del automóvil, el conductor no pudo oírle claramente.

Cuando el automóvil se detuvo, el hombre que iba de copiloto abrió la ventanilla del auto para mirar el lugar en donde se encontraba. Sorprendido, decidió bajar del vehículo, y en cuanto sus pies tocaron la húmeda tierra del jardín, él inhaló el fresco aire puro y natural.
Frente a sus ojos; una enorme casa de madera, cubierta de largas enredaderas y algo de polvo. Con ventanas de vidrios opacos. En la entrada; una puerta de madera en un muy mal estado, y un jardín, que por más sorprendente que pareciera, todas sus flores y arbustos yacían frescos, y por lo tanto, daban un aspecto de libertad y vida.

¡Silencio!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora