Perrie nació un sábado de lluvia.
Se mudó varias veces y terminó viviendo en New Castle hasta que a los dieciocho decidió ir a Londres.
Estudió en una academia de artes, donde nos conocimos. Era hermosa y era imposible que alguien no se fijara en ella. Ojos azules penetrantes y brillantes como piedras preciosas, un cabello dorado que parecía ser millones de hilos de oros, un rostro perfecto lleno de planos y ángulos suaves, con un par de labios delicados y dulces - cualquiera desearía besar el pequeño lunar que marcaba el borde del labio superior.
Carismática, pragmática, angelical y con el mínimo toque de inocencia que se reflejaba como solidaridad. Su acento fuerte y marcado era imposible de no reconocer; molesto para algunos, encantador para otros. Otros como yo.La amé, en serio que lo hice. Me enamoré perdidamente y me aseguré de demostrárselo en cada segundo que pasé a su lado. Hice con ella todo lo que deseé, todo lo que hubiera soñado. Fue mía y yo fui suyo.
Perrie pasó cinco de su vida junto a mí. Cinco años que significaron más de lo que podía entender en su momento.
La dejé un día de lluvia.No volví a escuchar de ella. Y no me tomó tanto tiempo repetir la historia. Me enamoré, seguí viviendo. Nuevas personas entraron a mi vida y ella quedó como un sublime recuerdo escondido en mis sueños.
No tuvimos nuestro final feliz, porque lo nuestro terminó y ambos lo encontramos con nuevas personas.
Fui feliz, sí, lo fui. Fui feliz sin ella, porque las decisiones fueron tomadas y el mundo sigue girando, yo debía dejar mi destino ser; quería que fuera feliz.Supe que se casó. Supe que tuvo un único hijo. Supe que fue feliz; mucho, tanto como se merecía.
Los dos fuimos felices.Pero la primera vez que sostuve a mi hija en brazos y vi sus ojos azules, sin saber por qué la recordé. Era ella. Por alguna razón la veía reflejadas en ese par gigante que me observaba y que llevaba la mitad de mi carga genética.
Siempre me pregunté si Perrie me recordaba, si alguna vez le había pasado lo que a mí. Si en algún momento de su vida, de repente pensó en mí y nuestro amor, con nostalgia presionando en el pecho.
Jamás creí que fuera a tomar así lo que sucedió. Pero esa semana de lluvia, lloré. Lloré por ella y lloré por mí. Lloré tanto como lloró el cielo. Y nadie lo supo.
Cuando tenía veintidós años, la dejé ir, y ella me dejó ir a mí. Ambos lo hicimos, ninguno quiso luchar por el otro. Eso no significó que no nos hubiéramos amado, solo... no era el momento correcto o quizá nosotros éramos los incorrectos.
Durante décadas viví e hice lo que todos. Cuántos amores puede tener uno en la vida? Muchos. Pocos verdaderos, pero no se puede quedar uno encerrado en ellos.
Disfruté mi vida, al máximo; incluso a pesar de ya mayor entender que ella había sido la persona que más había amado. Ella, una persona a la que había perdido. Y no me sentía culpable por ello. No hasta el día en que me enteré de lo sucedido.
Cuando su hijo tenía once años, algo sucedió y simplemente la persona que sin sin entenderlo había amado más que a cualquiera, desapreció.
Se siente raro.
Duele, quema.
Exactamente eso sentí, que algo en mí se consumía como se había consumido su alma aquel día; una quemazón que permaneció durante toda la semana y finalmente se fue.Perrie murió un día de lluvia.