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Tú no me amas por lo que soy.
Yo no te amo por perfecto que seas.
¿Para qué seguir jugando al amor?

Extracto del libro: En la época que eras para mí.

Anónimo.


2018, Londres.

Las grandes puertas de madera oscura se abrieron de par en par dejando ingresar el gran rayo de luz del ala oeste de la casa, y Kenny rodó los ojos al ver por el reflejo de la ventana que insolente tenía la osadía de interrumpirla en sus clases de esgrima.

—¿Qué quieres? —ladró, olvidando a Marcus, su entrenador, y bajó la espada para después quitarse el casco y encararlo.

—Vine a hablar contigo —espetó con seriedad, expresando ese gesto de mierda que no decía nada y a ella la exasperaba.

—¿Vienes a rogarme para que me case contigo y así tu puesto en BeyMel Corporation mejore? —inquirió maliciosa, y Marcus carcajeó por lo bajo—. ¿No puedes trabajar y ganarte tu sueldo? ¿Requieres de la ayuda de una mujer para todo?

Lejos de enojarse, Nathaniel Shepard metió las manos a los bolsillos de su pantalón de tela, totalmente carísimo, y se balanceó en su lugar, escudriñándola con detenimiento, como si fuera un crítico a punto de dar un veredicto en cuanto a una obra de arte.

Una sucia, fea y desabrida obra de arte.

—En realidad, es tu padre quien ruega para que al menos en un futuro alguien vele por su hija la ignorante. Una lástima que yo sea la víctima. —Sonrió, socarrón, disfrutando del gesto furibundo de la odiosa señorita Bellamy, una joven cuyo grado de inteligencia es inferior al de un gusano.

—¡Largo! —exigió ella. El hombre de pelaje color miel cruzó los brazos, clavando sus ojos en el oyente que aún portaba la espada en la mano.

—Ya oíste —aseveró y Marcus salió despavorido del salón de entrenamiento de la mansión Bellamy. Siempre era lo mismo cuando esos dos se encontraban.

—¡Era para ti! —gritó, guiada por el mismísimo diablo, y Nathaniel rodó los ojos.

—Muy bien, Ken.

—¡Soy Kenny, cabrón!

Ese hijo de su madre sabía dónde darle.

—Cómo sea, esas cosas son banales si vamos a casarnos. —Se encogió de hombros y ella soltó una estridente carcajada.

Ese hombre estaba perdiendo el juicio.

—No me casaré con un don nadie —escupió, altiva, meneando su larga melena castaña.

Muy aparte de la reciente observación, por la empresa corrían ciertos rumores de que Nathaniel tenía una adicción al sado y les hacía firmar un contrato a todas sus sumisas donde estipulaba que sólo él pondría el punto final a esa relación. Ella los creía hasta cierto punto, pues era un hombre muy dominante y posesivo, aunque nunca la trató como una zorra ni nada por el estilo. Pero... Eso no le quitaba de la cabeza la posibilidad de que tuviera a treinta mujeres encerradas en el sótano de su casa, a diez amarradas en distintos puntos cardinales de su cuarto y a cinco en su oficina forzadas a darle placer mientras él trabajaba. Pobre la que terminara de rodillas bajo el escritorio y...

«No seas dramática, Kenny, tú mejor que nadie sabe que esos rumores son tan falsos como los pechos que aparentas tener con tus enormes esponjas que llamas sujetador». Se obligó a bajar tres rayitas a su histeria y, debía reconocerlo, a su creatividad. En menos de dos semanas Kenny inventó toda una historia —y chisme— que bien podría ser contada y superar al Traumado Grey.

Este siglo no es míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora