Capítulo 17

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Si hubiera sido por mí, no habría dejado que Josh me acompañara, pero él no me pidió mi opinión y me duchó, me vistió y me metió en el asiento del pasajero de su coche antes de que me diera tiempo a reaccionar. Fue una suerte que me llevara en su coche, porque estoy segura de que yo habría tenido un accidente si hubiera tenido que conducir. Tenía los dedos tan entumecidos, que ni siquiera fui capaz de abrocharme el cinturón de seguridad y tuvo que hacerlo él.

Llegamos al hospital a tiempo de que pudiera despedirme, aunque no tenía gran cosa que decirle. Mi madre estaba sentada a su lado, y no estaba dispuesta a permitir que su papel de viuda mártir se viera eclipsado por el mío de hija pródiga.

Hice lo que pude. Me senté a su otro lado, y tomé una de aquellas manos secas y frágiles. Aquél era el hombre que me había enseñado a leer, que me había llevado a pescar y me había enseñado a preparar un anzuelo y a silbar con dos dedos, como los chicos. Aquél era el hombre que me había acompañado hasta el autobús en mi primer día de colegio, con el que había llorado cuando mi madre no lo había hecho.

Aquel hombre era mi padre.

Murió sin pronunciar unas últimas palabras llenas de sabiduría, ni siquiera abrió los ojos. Esperé con su mano entre las mías a que se produjera alguna revelación, algo, cualquier cosa que indicara que sabía que yo estaba allí, que mi presencia le importaba, que lamentaba todo lo sucedido... o que no lo lamentaba. Esperé a que hiciera algo que demostrara que era consciente de mi presencia, pero al final se fue sin molestarse en darme nada. Me sentí indignada, decepcionada y llena de dolor, pero no me sorprendí.

Mi madre no pareció darse cuenta de que había muerto hasta que dejé su mano sobre la cama y me puse de pie. Me miró con los ojos entornados, y con una expresión ligeramente burlona que parecía decir: «Eres una cobarde, vas a huir de nuevo».

—Está muerto, mamá —no era mi intención que mi voz sonara tan fría.

Ella se volvió a mirarlo, y empezó a berrear. Chilló y dio alaridos como las míticas bansbees del folclore irlandés, pero en este caso, parecía una que había llegado tarde para avisar de una muerte inminente, y a tiempo para anunciar la defunción con sus alaridos.

Varias enfermeras entraron a la carrera en la habitación, y me apartaron a un lado. Retrocedí un poco, y me dio igual sentirme ignorada en medio del jaleo. No me quedaba nada por hacer allí. Salí al pasillo y oí que le pedían a mi madre que se calmara, oí que comentaban que sería buena idea darle algo, y poco después oí un profundo silencio; sin embargo, para entonces ya estaba al final del pasillo, abriendo la puerta de la sala de espera. Josh estaba sentado en un sillón del color de la vomitona de un universitario, con un vaso de café en la mano.

—Jen —se puso de pie, y me preguntó: —¿Cómo está?

—Muerto —le contesté, sin inflexión alguna en la voz. —Y mi madre está comportándose como el mismísimo Espíritu Santo —cuando alargó la mano hacia mí, retrocedí de inmediato. —Necesito un trago.

Me ofreció su café, pero negué con la cabeza. Nuestros ojos se encontraron, No sé qué fue lo que vio en los míos, porque me cuesta mucho recordar qué estaba sintiendo en aquel momento... si es que estaba sintiendo algo, claro. A lo mejor estaba enfadada, pero el recuerdo es bastante borroso, como ver algo desde debajo del agua.

—Hay un bar cerca de aquí —me dijo.

—Siempre lo hay, ¿verdad? —tal y como había hecho el día en que nos conocimos, me fui con él.

Me pareció adecuado beber gin tonic, porque era la bebida preferida de mi padre. Nunca en mi vida había estado tan borracha, tan ebria, con una tajada tan grande, hasta arriba de alcohol, como una cuba. O, tal y como mi padre solía decir antes de que el alcohol le arrebatara también las ganas de hablar, tan entonada.

Dentro y Fuera de la CamaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora