Capítulo 2

661 41 1
                                    


Capítulo 2

Cuando llegué a casa el jueves por la noche, vi que alguien me esperaba en el portal. La persona en cuestión iba toda de negro, llevaba una sudadera negra, unos vaqueros y unas zapatillas de deporte del mismo color, tenía el pelo teñido de negro y medio cubierto por la capucha de la sudadera, y también llevaba las uñas pintadas de aquel color.

—Hola, Gavin —metí la llave en la cerradura, y él se puso de pie.

—Hola, señorita Lawrence. ¿Quiere que la ayude?

Agarró mi bolso, y entró tras de mí. Después de colgarlo en el perchero de la entrada, añadió:

—He venido a devolverle el libro que me dejó.

Gavin era vecino mío, vivía a mi izquierda. No conocía a su madre, aunque la había visto a menudo cuando se iba a trabajar. Alguna que otra vez había oído voces que procedían de su casa, porque estamos pared con pared, así que procuraba no pasarme con el volumen de la tele.

—¿Te ha gustado?

—No tanto como el otro —me dijo, mientras dejaba el Libro sobre la mesa.

Le había dejado El caballo y el muchacho, de C. S. Lewis.

—Gav, hay mucha gente que sólo ha leído El león, la bruja y el armarlo. ¿Quieres otro?

Gavin tenía quince años, y era un típico gótico que llevaba ropa de Jack Skellington y se ponía un montón de lápiz de ojos. Era un buen chico, le gustaba leer, y no parecía tener demasiados amigos. Dos años antes, había venido a casa para preguntarme si quería que me cortara el césped. La verdad era que no lo necesitaba, porque mi jardín es más pequeño que un coche, pero lo contraté porque me pareció muy sincero.

Se pasaba más tiempo tomando prestados mis libros y ayudándome a quitar el papel de las paredes que arreglando mí diminuto jardín, pero me caía bien. Era tranquilo y educado, y mucho más alegre de lo que cabría esperar de un gótico; además, se le daban bien algunas tareas que a mí me resultaban de lo más tediosas, como despegar los restos que quedaban en las paredes cuando nos pusimos a quitar los empapelados que habían ido superponiéndose durante dos décadas en las paredes de mi comedor.

—Sí, gracias. Se lo devolveré el lunes.

Fuimos a la cocina, y puse una caja de galletas de chocolate sobre la mesa antes de decirle:

—Devuélvemelo cuando te vaya bien.

—¿Quiere que le eche una mano esta noche? —me preguntó, mientras agarraba una galleta.

En cuanto las palabras escaparon de su boca, los dos nos miramos sin saber cómo reaccionar. Él parecía tan mortificado, que tuve que darle la espalda mientras contenía las ganas de echarme a reír. No quería avergonzarlo aún más.

—Ya he acabado de quitar el papel, pero me iría bien que me ayudaras a empezar a pintar.

—Vale —me dijo, claramente aliviado.

—¿Qué tal te va? hacía días que no te veía —le dije, mientras sacaba una pizza del congelador y la metía en el horno.

—Sí, es que... mi madre va a volver a casarse.

No solíamos hablar demasiado, y me parece que los dos estábamos satisfechos con aquella situación. Él me ayudaba a renovar mi casa, y yo le pagaba con galletas, pizza, libros, y con un lugar al que ir cuando su madre estaba fuera, que solía ser bastante a menudo.

Dentro y Fuera de la CamaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora