Capítulo 19

359 21 0
                                    

Laura estaba equivocada, yo no era una mártir; al menos, eso creía. No quería alardear de mi dolor ni hundirme en la autocompasión.

Por eso jamás hablaba con nadie de lo que me había pasado desde los quince hasta los dieciocho años, hasta que Ben murió. No quería que nadie excusara mis acciones basándose en lo que me había pasado, no quería excusarme a mí misma por ello, En el mundo pasan cosas malas continuamente, cosas incluso peores que las que yo había sufrido. Todo lo que me había sucedido en el pasado era una pieza más de mí rompecabezas, de la persona en que me había convertido, la puntuación en la frase de mi ser. Sin el pasado, no habría llegado a ser la mujer que soy hoy en día, sería otra persona, alguien a quien quizá no reconocería.

Pero Laura tenía razón en lo de que apartaba a la gente de mí, hacía mucho tiempo que me había dado cuenta de lo que hacía, Me planteé buscar ayuda, tal y como había hecho mi hermano, y al final decidí ir a la iglesia. Había dejado a un lado la religión porque no creía que Dios pudiera resolver mis problemas, aunque tampoco podían hacerlo la bebida, las drogas, ni el sexo. Llevaba una carga muy pesada, y tenía que soltarla.

La iglesia de St. Paul era más grande y moderna que la de St. Mary. En la puerta había varios carteles que anunciaban un «culto contemporáneo», y también ofrecían confesiones. A pesar de que siempre había pensado que no estaba en manos de un hombre decidir si yo me merecía el perdón, no podía quitarme de la cabeza la posibilidad de ir a confesarme, y al final decidí hacerlo.

El padre Hennessy tenía una voz agradable. Era un poco ronca, pero bastante suave. Me trató con amabilidad y con interés, y al menos no parecía aburrido, aunque yo había esperado a que se vaciara la iglesia antes de entrar en el confesionario y seguramente ya estaba bastante cansado de escuchar.

—Bendígame, Padre, porque he pecado, Hace mucho tiempo que no me confieso.

Hablé durante mucho tiempo, y al final me dijo:

—¿Eres capaz de perdonarte a ti misma? Sabes que tanto Dios como yo podemos perdonarte, pero que no sirve de nada si tú no te perdonas también.

—Sí, Padre, ya lo sé —tenía los dedos entrelazados con tanta fuerza, que me dolían.

—¿Has acudido a un profesional?

—En los últimos años no, Padre.

—Pero recibiste asesoramiento. ¿no?

—Sí, cuando pasó todo.

—¿Y no te ayudó?

—Me dieron medicación, pero...

—Ya veo. Sabes que no tuviste la culpa de lo que pasó, ¿verdad?

—Sí, lo sé. De verdad que lo sé.

—¿Ya pesar de todo no puedes desprenderte de la culpa?

—No.

Permanecimos en silencio durante unos segundos, y al final me dijo:

—Te han martirizado con espinas y clavos, al igual que a Nuestro Señor. Puedes sacártelos, pero cada uno de ellos deja un agujero. Tienes tantos agujeros, que te da miedo ser sólo eso, agujeros. ¿Estoy en lo cierto?

Apoyé la frente en las manos, y susurré:

—Sí.

—Cuando bajaron al Señor de la cruz, también tenía agujeros, pero volvió a levantarse con el amor del Padre, y tú también puedes hacerlo.

Las lágrimas me corrían por los dedos, pero solté una carcajada gutural y le dije:

—¿Está comparándome con el hijo de Dios?

Dentro y Fuera de la CamaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora