DOCE

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LONDRES. DOS INVIERNOS ATRÀS.

Y entonces, una noche William cambió. No llamó a mi ventana, ni esperó a que yo bajase a la puerta de servicio.

No vino como solía hacer, le esperé preocupada, levantándome de la cama y asomándome a la calle Dios sabe cuántas veces. Y al fin, me quedé dormida en el sillón de piel más cercano a ésta. Quiero remarcar que me quedé dormida de puro agotamiento, porque estaba tan preocupada e inquieta que en mis sueños le seguía esperando. Para cuando entró, estaba ebrio. Llegó a los pies del sillón, se dejó caer de rodillas y me zarandeó sin ningún cuidado.

— ¿William? —pregunté susurrando—. ¿Cómo has entrado?

—Pues como siempre —respondió arrastrando las palabras.

Era un alivio verle, pero también era la primera vez que se presentaba en tales condiciones. Miré por la ventana para asegurarme que todavía no salía el sol y le observé balbucear algo que no fui capaz de entender.

—Estás muy ebrio —sentencié. Él apoyó sus codos en mis piernas y agarró su cabeza entre sus torpes manos. No podía mantener los ojos abiertos—. ¿De dónde vienes? —quise saber mientras veía cómo luchaba porque la cabeza no le resbalara hasta mi regazo—. Pensé que no vendrías.

Me sentía molesta, ¡por qué no decirlo! No se había presentado a nuestra cita diaria y no había tenido la decencia de mandar una nota y, horas más tarde, llegaba allí, metiéndose en mi casa en ese estado en el que cualquiera le podía haber visto. A saber, siquiera, si había procurado no hacer ruido. Esto era preocupante.

Le zarandeé cuando vi que no reaccionaba.

—¿Qué? —Apenas si podía articular palabras.

—¿De dónde vienes en estas condiciones? —repetí.

—¿Debo darte explicaciones ahora? —dijo en tono burlón y arqueó las cejas antes de volver a cerrar los ojos involuntariamente. Fruncí el ceño, sorprendida por esa contestación.

—Estaba preocupada.

—¿Te crees que tienes derecho a preguntarme? —soltó de nuevo.

—¿Disculpa? —espeté—. He estado esperándote. —Abrió los ojos y me miró—. Y te presentas así....

—Pues no esperes tanto. —Su mirada se volvió sombría y mi ceño se frunció muchísimo más—. Vengo porque quiero y cuando quiero, no porque tú me lo digas. Así que no deberías estar aquí esperando por mí cada noche como si no tuvieses nada mejor que hacer, porque si un día no quiero venir, no vendré.

Y eso dolió inmensamente. ¿Qué se creía? Pues claro que le esperaba, había estado viniendo durante tres meses cada noche, pues obviamente si una noche no venía sin motivo aparente, era extraño y daba que pensar. O, al menos, para preocuparse.

¿No? ¿O estaba loca?

Que dijese aquellas palabras de aquel modo tan cruel debería haberme abierto los ojos en ese mismo instante, pero el amor es ciego, señoras, y nos hace estar dispuestos a plantarnos, si es preciso, delante de un maremoto sin pestañear. Como si fuésemos a pararlo. Como si no fuésemos a morir en el intento. Como si no estuviéramos estúpidamente viéndole venir.

—Me marcho. —Se levantó—. No tengo energía ni tiempo para esto.

—¿Para esto?

—Para ti. —En ese momento, mi corazón se paró. Literalmente. Se incorporó con torpeza y se dirigió a la puerta, dejándome sentada en el mismo sillón y, antes de salir, sin ni siquiera girarse dijo—: Deberías sentirte agradecida.

Pasé tres días conmocionada. Tres eternas jornadas sin entender nada de lo que había pasado. Ni lo que yo había podido hacer para provocar aquello ni lo que a él le podría haber pasado para venir de aquel modo a casa.

Y, adivinad, en esos tres días William Morris no apareció. Le esperé, cada maldita noche, y él no vino. No sabía dónde diantres estaba, ni qué estaría haciendo y, después de los increíbles tres meses llenos de amor, risas y caricias, mi mente no podía entender absolutamente nada.

Nada.

¿Qué había sucedido con mi William? El William de la infancia, el William del que llevaba enamorada toda mi vida sin siquiera saberlo. ¿Qué habría hecho yo para alejarle?

Eso fue lo peor. Decidí culparme a mí en vez de afrontar que tal vez la culpa solo fuese suya y yo no tuviese nada que ver en lo que había cambiado entre nosotros.

Pero, añado en mi defensa que, cuando recibes el «todo» de alguien y deja de dártelo sin motivo aparente, te ves prendida, de un modo casi enfermizo, de esa pequeña porción de amor y buscas la más necia excusa para aferrarte a él.

Y eso fue lo que pasó conmigo las siguientes dos semanas. Hubo una noche, la del quinto día después de la pelea, que William apareció en la ventana.

Era una hora decente, su ropa no olía a nada extraño y su aliento estaba libre de alcohol; pero sus intensos ojos azules me miraban con un tremendo dolor.

—Perdóname —susurró mirándome, tenía una mano apoyada en la puerta de servicio—. No sé qué me ocurrió. —Se pasó la mano libre por su alborotado pelo rubio—. No era yo. No he venido antes porque me sentía abochornado —confesó—. Lo siento. Sarah. Lo siento con todo mi ser.

Y yo, que llevaba compartiendo mi vida con él desde los cuatro años, sabía que estaba siendo sincero, que se sentía mal por lo que había pasado y que si tardó tanto en regresar fue, efectivamente, porque estaba avergonzado. Por eso le perdoné. Y por eso seguí viéndole cada noche, todas y cada una de ellas.

La situación seguía molestándome, pero decidí no darle importancia y dejarla en el olvido, pues todo el mundo comete errores.

Y no quisiera llevar la cruz de perdonar, pero todavía hoy sigo creyendo que fue precisamente por eso por lo que William regresó, después de tres semanas de estabilidad, a emborracharse y a decirme exactamente las mismas réplicas que la vez anterior.

—No puede ser que esto esté volviendo a suceder —musité con una tremenda presión en el pecho.

Él solo me miró y su mirada no tenía ni un ápice de simpatía, ni una pizca del William que yo conocía. Aquel no era él.

—¿Qué te ha pasado? —pregunté y él hizo una mueca de asco—. ¿Por qué vienes en este estado a decir crueldades? —Mi voz cobró fuerza—. No te conozco. Este no es tu carácter. —Algo cambió en sus ojos, se suavizaron—. Si quieres embriagarte todas las noches, adelante. No tengo ningún problema. Pero no vengas aquí a hacerme esto, William.

—Vengo porque te necesito —soltó a bocajarro.

—¿Me necesitas? —inquirí con sarcasmo—. Y, ¿por eso me tratas así?

—Perdóname. —Cayó sobre sus rodillas.

Ese, amigas, fue ese tipo de momentos efímeros que tienen lugar en la vida de las personas después de tener una revelación increíble, que hace que todo lo que han vivido y todo lo que vivirán desde ese momento cambie por completo. Y este es el momento donde todo se fue al traste.

—Perdóname —susurró, sus ojos estaban llenos de culpa—. Dime que me perdonas.

—¿Por qué más pides perdón? —murmuré queriendo saber la respuesta.

—Solo perdóname.

Y yo seguía sin entender nada y no podía ni imaginar lo que se me venía encima. Pero le miré, arrodillado en el suelo, con el dolor en los ojos y el cuerpo rígido, y lo supe antes de que lo dijese en voz alta.


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Querido lector, es cortito el cap, lo sé. En un par de horas tenéis un capítulo extra :)

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Besos y amor,
MRMarttin.

Una noche en Rosefield Hall [Benworth Series III] - Romantic EdicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora