DIECINUEVE

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GLASMOOTH. PRESENTE.

Me sentía extrañamente triste.

Triste por mí, por William, por nuestra historia y por cómo algo que fue tan bonito y puro en el pasado, había acabado siendo un desastre.

La verdad, no sabía cómo seguir desde ese punto. Así que dejé pasar los días sin buscarle, sin mirarle y sin parecer afectada emocionalmente. Y se me dio bastante bien.

De vez en cuando, de noche sobre todo, un sentimiento de odio y resentimiento llegaba a mí. Pero eso no era nuevo. Me sucedía cada vez que pensaba en lo egoísta había sido William.

Ya no iba a casarme, ya no iba a encontrar el amor porque en la sociedad en la que vivo, las mujeres deben ser vírgenes y nunca haber pertenecido a otro hombre.

No podía entender cómo me abandonó a mi suerte. Y eso que se suponía que me quería.

Pero entonces, respiraba, miraba el techo y pensaba en otras cosas, siempre banales y así conseguía dormirme sin odiarle más.

Una de esas noches, sin embargo, algo en mí se aflojó.

Tenedme paciencia, por favor, os prometo que todo acaba mejor de lo que empieza.

De pronto me puse en su lugar, dejé de pensar en mí, y pensé en él. Sé que unas hubiesen llegado a ese estado antes, y que otras no hubiesen llegado allí jamás, pero supongo que por eso sigo diciendo que yo, en toda esta historia de amor, también fui muy necia.

Pensé en las razones por las que hizo lo que hizo. Motivos que yo no hubiese usado como excusa para cometer tal error, pero que él no supo gestionar de otro modo. Y, ¿podía culparle por eso? Me puse en su piel y entendí que las personas cometemos errores. Y, que al final, lo más grave allí, y para él, no era que se hubiese ido con otra, sino los motivos que le habían llevado a ello. El dolor por el que estaba pasando, también el desasosiego y la desesperanza. Todo eso con la guinda del miedo. Miedo a amar y a ser amado.

—Lo siento —dijo Willian a la mañana siguiente en el salón del desayuno.

—Buenos días. —Me limité a decir. Yo ya le había perdonado.

—Siento mi comportamiento del otro día, Sarah. —Quería poder alcanzar su fuerte mentón con mi mano y acariciarle y decirle que todo estaba bien—. Soy un inmaduro. Entiendo que estés enfadada y no quieras hablarme, pero si me dieras la oportunidad de arreglarlo...

Le miré con atención. Él seguía buscando algo más que decir, sin éxito, y mi corazón se aceleraba cuanto más le miraba. Veía al pequeño Will, al que me abrazó cuando murió mi padre.

—¿Qué propones? —contesté. Su mirada se reflejaba en la mía.

—Búscame en la casa del bosque después del desayuno —explicó y se marchó sin esperar mi respuesta.

Le observé irse.

Decidí qué comer y busqué a Gabriels, pero sin pensar, puesto que sin pensar demasiado todo iba mejor.

Austin estaba sentado a la mesa con un hombre austero y serio. Hablaban enérgicamente y parecía que se entendían a la perfección. Era un tanto mayor que él, unos diez años. Algunas canas decoraban sus sienes y un gracioso y pintoresco bigote negro se enroscaba sobre su labio superior.

Dudé si unirme e interrumpirles, pero enseguida me miraron y me invitaron a sentarme con ellos.

—Como le iba diciendo —continuó aquel hombre—, partimos hacia Nueva Gales del Sur en septiembre.

Miré a Austin con disimulo.

—¿Qué transporta el barco? —preguntó.

—Bien. —Carraspeó—. Sabe usted a lo que me dedico, ¿verdad, señor Gabriels? —él asintió—. De momento no mando muchos barcos a Nueva Gales del Sur, así que cuando lo hago, no solo llevo aventureros. Hay que aprovechar el viaje y el espacio del que disponemos. —El acompañante de Austin me miró—. Pero dejemos esta conversación para otro momento, tenemos el privilegio de estar acompañados por la señorita Benworth y no querría aburrirla hablando de negocios.

Una noche en Rosefield Hall [Benworth Series III] - Romantic EdicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora