CATORCE

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GLASSMOOTH. DOS VERANOS ATRÁS.

—No entiendo por qué solo hemos cogido un caballo —grité con el viento pegándome en la cara—. Sabes de sobra que sé cabalgar.

—Porque estás odiosa con el tema de ser una señorita —explicó William a mi espalda. Sus brazos me rodeaban y descansaba sus manos delante de mi vientre, con las riendas del semental entre ellas.

—Eso no tiene absolutamente nada que ver, y lo sabes. —Giré mi cabeza para mirarle por encima de mi hombro para que pudiera escucharme.

Íbamos casi al galope, cruzando una enorme senda verde, con el cielo nublado y una brisa fresca. Tenía un poco de frío, aunque iba bien arropada. Era finales de agosto, el verano estaba a punto de terminarse y con el otoño, volveríamos todos a Londres a hacer la temporada.

Sabiendo que eran los últimos días en los que William y yo podríamos estar libremente juntos, él me buscaba cada rato para vivir aventuras, al menos eso decía, y yo no podía estar más encantada.

No sé a dónde nos dirigíamos, pero ni siquiera preguntaba ya.

—Sí tiene que ver —contestó—. Las señoritas no montan sementales a horcajadas. Es indecoroso. —Estaba mofándose de mí.

—Lo que es indecoroso es eructar en público —rebatí usando el ejemplo más absurdo que pude encontrar—, tanto para hombres como para mujeres. Sentí el pecho de William vibrar contra mi espalda al reírse—. Pero en mi propia casa no va a decirme nadie que una mujer no puede montar un semental.

—Discúlpeme, señorita —dijo—. Creí que desde hace un año opina que es indecoroso que nos vean a solas. Me habré confundido de persona.

Hubo un silencio y luego le di un codazo en las costillas.

—No me digas que te estás comparando con un semental —William rio más fuerte—. Es usted un patán, señor Morris.

Y se inclinó y besó mi hombro en respuesta. Fue un beso pequeño, rápido y delicado, pero lo sentí perfecto.

Estaba sonriendo como una niña pequeña cuando dejamos atrás el prado y el lago, y las perdices alzaban el vuelo a nuestro paso, gráciles y majestuosas.

Algo me decía que iba a echar de menos ese verano para el resto de mi vida y no podía ni comenzar a imaginar cuanto en lo cierto estaba.

—¿Qué preferirías...? —Comenzó William. Ambos estábamos tirados en la hierba verde, mirando el cielo. Nuestros cuerpos no se tocaban, pero él atrapó un mechón de mi cabello y jugó con este.

—Somos demasiado mayores para ese juego —repliqué mientras veía cómo las nubes se desplazaban muy rápido en señal de tormenta. Pero no teníamos ninguna prisa.

—¿Solo comer heces de ave toda tu vida o nunca más beber agua? —prosiguió él y puse los ojos en blanco. Era un crío.

—¿Si como heces de ave, puedo beber agua? —pregunté siguiéndole la corriente.

—Efectivamente. —Se recostó sobre su codo, mirándome curioso—. Solo agua y heces, o nada de agua y toda la comida que quieras excluyendo las heces.

—Entonces elijo las heces de ave —indiqué pera escandalizarle—, porque quiero seguir bebiendo agua.

—El agua es aburrida —sentenció.

—Esa es tu opinión —rebatí. Él rio y enfocó sus ojos en el mechón de pelo entre sus manos—. Sin agua, te deshidratas y mueres.

—Existe el vino —resopló.

Una noche en Rosefield Hall [Benworth Series III] - Romantic EdicionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora