30: Sígueme hasta el fin. [Segunda parte] ❄

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     —Quiero estar solo contigo —decía él—. Un día de estos le cuento todo a todo el mundo y se acaban los escondrijos.

Ella no trató de apaciguarlo.

—Sería muy bueno —dijo—. Si estamos solos, dejamos la lámpara encendida para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que meterse y tú me dices en la oreja todas las porquerías que se te ocurran.

Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su padre, y la inminente posibilidad del amor desaforado, le inspiraron una serena valentía.

—Gabriel García Márquez

•Cien años de soledad

***

     Lapis palideció. Su corazón de tanto bombardeo casi se detuvo. Lo miró, sus cabellos encrespados bailaron, algunos mechones rebeldes se quedaron en su frente. Él le miraba con sus ojos de venado, desnudando la verdad sin vergüenza. Los labios de Steven entre abiertos por la duda. Entonces, inesperadamente, los ojos de Steven se iluminaron, bajó un poco el rostro sonriendo ampliamente.

—Tú también, lo has sentido. Aquella chispa al unir nuestras bocas.

—¡No...!

El príncipe ahogó una risita, estaba roja hasta las orejas, titubeando a cada verso.

—Lo sabía, no estoy loco. ¿Qué persona en su santo juicio, ayudaría a un dragón? Con lo peligrosos que son.

—¡Lo hice porque era la única que podía!

—No Lapis, no te engañes. No te mientas con tanta faena. Tú también me quieres... Deseas explorar mis gustos y disgustos como yo a los tuyos.

—¡Imposible!

—Nada es imposible, solo complicado —se puso de pie, como si el dolor se hubiera extinguido.

Tomó los hombros de Lapis sin permiso. Ella, paralizada, contuvo la respiración. Fue intrépido aquel beso, desatando un no sé qué, el estómago de ambos se revolvió y se puso tibio. Robando sus alientos y aclarando dudas inseguras. El suelo tembló, o quizá solo eran ellos. Impactada, susurró:

—Me has besado...

—Sí..., perdón.

—¡Esto es indebido! Indecoroso.

—Tal vez soy una persona indecente, tal vez no. Tal vez eres tú la causante de mi indecencia.

—Por favor... —susurro con la cabeza baja, sobre el pecho del príncipe, ocultando su apeno—. Luché tanto para ser un hada madrina, caminé sobre popó de cíclope..., luché contra una víbora y me encerraron durante diez años en un enorme trozo de hielo..., sólo para lograr mi sueño. No los destroces con tus labios y ambiciones. No permitas que mi esfuerzo sea botado a la basura. Entiende, comprende —Lapis colocó algo pequeño en la palma de Steven, se separó con lentitud — cumple con tu parte del trato.

Steven frunció el ceño. Un bellísimo anillo, de aro dorado y una diminuta esfera incrustada se halla en su mano. En la minúscula esfera incrustada, una aún más pequeña flor rosada se yacía en resino. Qué bello anillo de compromiso, brillando aún en poca luz.

—Dáselo a esa persona que valga la pena —declaró el hada. Lentamente se alejó.

Entonces él estiró su mano, sosteniendo la alhaja con su dedo índice y pulgar hacia ella. La determinación y valentía lo rodea.

—Tú eres lo suficientemente valiosa para ello.

—¡No! No lo repetiré, así que escucha con atención príncipe de mierda. ¡No te amo y jamás te amaré!, eres mi misión del cual debo cumplir. Un capricho del que no quiero caer. ¡No eres más que un simple humano para mí! Una marioneta de la aristocracia. ¡Si tienes un poco de inteligencia, te casarás con la princesa Connie y no destruirás tu vida en un tonto capricho! ¡Demuestra que eres el adulto que aparentas! Y deja de pensar que la vida es color de rosa, porque no lo es.

Su corazón se marchitaba al oír cada palabra, se volvía polvorones, las palabras arrancaban sus emociones, su gallardía era fusilada por las exigencias del hada. Steven guardó el anillo en su bolsillo del pantalón, tenía el corazón abatido.

—No dices eso tú.

—Me has visto mover la boca, es claro que lo he dicho yo. Hasta nunca señor DeMayo.

Se fue, lágrimas amargas brotaron de los orbes del príncipe. El rechazo aplasta su valor. El rechazo quemaba vilmente. ¿Esto era el amor no correspondido? ¡Maldito sea quien lo inventó! Quien dijo que con el tiempo sanaría. ¡Maldita sea el ser humano! Y las emociones que nos traslucen. La puerta se abrió de golpe.

—¡Steven!, ay Dios... Yo de verdad... Lo lamento —la afligida cara de Connie deprimía mucho más al príncipe.

De inmediato, Steven limpió sus ojos, pero sus pestañas espesas delataban su desgracia. La princesa estaba angustiada, asustada por ser la causante de su llanto. Él sonrió amargamente, tomó las manos de las princesa y suspiró. «Lo cumpliré».

—Princesa Connie.

—¿Si, Steven? —le miró preocupada, aterrada por la fechoría de sus acciones pasadas.

—Nunca he sido bueno con las palabras... —observó el suelo, perdiéndose en los rombos — y creo que jamás lo seré. Pero ahora, donde todo ha quedado claro —apretó las manos de la princesa —, me di cuenta de mi falta de educación —sacó el anillo —Princesa Maheswaran —arrodilló una pierna y colocó el otro delante.

—Steven... —susurró emocionada. Creyendo que todo esto era falso.

—Por favor, permítame terminar —la miró, tragó saliva deductivo, asustado —¿Se casaría conmigo...?

Fin del capítulo 30.

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