El último deseo

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No supe cuánto tiempo pasó desde que volví a visitar el hospital. Después de aquel día, una enfermera tuvo que llevarme realmente a emergencias porque comenzaba a tener un ataque de pánico. Mi mente estaba tan ida que ni siquiera recuerdo el transcurso de tiempo en el que me pusieron en una camilla hasta cuando mi mamá llegó preocupada y llorando al hospital.

No tenía siquiera las ganas de sentirme culpable.

Dejé que los días pasaran entre regaños de mi madre y un castigo que en realidad se sentía como una bendición. Lo que menos quería en aquel instante era salir y ver los rostros alegres de las demás personas.

Me había convertido en un ermitaño amargado.

Sin embargo, sabía que no todo podía terminar allí y lo comprendí del todo cuando cierto día recibí la llamada del padre de Joy.

Cuando pisé de nuevo el suelo del hospital sentí como si hubiera vuelto a aquellos días luminosos, donde las enfermeras me saludaban con una sonrisa e incluso algunos pacientes me conversaban con confianza. Todos me conocían por el apodo de "El chico de Joy" y yo en ese entonces me sonrojaba por ello.

Pero después de aquello, el hospital se convirtió en un lugar gris y opaco. Las sonrisas se habían ido y las charlas casuales también.

Era como si con la marcha de Joy el hospital hubiera perdido su luz. O tal vez era yo el que la había perdido.

Yo regresé debido a la llamada del padre de Joy, quien me dijo que debía hablar conmigo de algo importante. Tal como había pensado meses atrás, el doctor que había visto antes con Joy era su padre. No tenía los ánimos suficientes como para sorprenderme.

Fui directamente a la oficina del doctor, tocando la puerta con los nudillos. Él me indicó desde adentro que entrase.

Di un paso en el interior del cuarto sin temor y una expresión calmada. Sea lo que fuera, no esperaba mucho de esta situación. Porque después de la implícita despedida de Joy, sentía que nada me volvería a causar tanta emoción.

Pero estaba equivocado.

—Pasa, Robbie —dijo el doctor, acomodándose en su asiento y sacando algo de un cajón del escritorio.

—¿Joy le dijo mi nombre? —pregunté sentándome en el asiento frente al hombre, apretando mis pies. Comenzaba a sentirme nervioso.

—Joy me ha dicho muchas cosas —respondió él sonriéndome, a lo que no correspondí. Él se aclaró la garganta—. Te llamé para entregarte esto.

Puso un sobre blanco encima de la mesa y yo lo alcancé. Ahogué un jadeo en cuanto vi su interior, levantando la mirada con confusión.

El sobre estaba lleno de dinero.

La lista de deseos de JoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora