ELENA:
Estúpida cerradura.
Por más que giraba y giraba la llave, dándole golpes de cadera, rezándole mantras, cantándole canciones de cuna, no abría. ¿Qué problema tenían las llaves conmigo? Primero había sido mi auto en Nueva York y ahora esto. Volví a intentarlo, realmente dándole un buen caderazo, sin éxito. Estaba pensando llamar a Theodoro, mi vecino que trabajó conmigo en el hospital, para que interrumpiera cualquier cosa sexy que estuviese haciendo, como respirar, para ayudarme cuando por fin la cosa abrió.
Gracias a Dios.
Mis pies hormiguearon ante la tentación de hacer el baile de la victoria, los mejores pazos de bread dance que la humanidad hubiese visto, cuando por fin puse un pie en mi casa tras doce horas de vuelo que exprimieron hasta mi última gota de energía. Arrastrándome, logrando a duras penas arrastrar mi maleta conmigo, cerré la puerta, me quité los zapatos y me tumbé en el sillón. Crucé mis manos sobre mi estómago.
Miré fijamente mi techo hasta quedarme dormida.
Hogar, dulce hogar.
****
El reloj en la pared anunciaba que ya eran las ocho cuando abrí los ojos con pereza, lo cual me hizo saltar del sofá y terminar en el piso. No solo era tarde, era tarde. Cuando fui a ponerme de pie mi dedo se encajó contra la esquina de la mesa. Solté unas cuantas maldiciones que dejarían a un marinero sin aliento. Estaba resoplando a través de las lágrimas. Qué debilucha. Una mesa podía acabar conmigo sin tan solo moverse.
Eso explicaba por qué había salido huyendo a la más mínima oportunidad en lugar de quedarme y sacarle en cara a Sebastián un montón de cosas.
Minutos después, como no me daba tiempo de desempacar, saqué de mi armario un par de vaqueros oscuros, una camiseta negra de una banda que ni siquiera conocía y un par de zapatillas de deporte. Tras una ducha rápida de cinco minutos, de esas que alivian tu consciencia, pero realmente no te hacen sentir limpia, descendí por las escaleras, tomé mi bolso y salí a la entrada. Vicente había dicho que alguien pasaría por mí a las ocho y media de la mañana, así que todavía estaba a tiempo.
Incluso tenía cinco minutos de adelanto.
Nuevo récord.
Cruzándome de brazos, saqué un par de gafas oscuras de mi bolso, me até el cabello en una coleta y mastiqué una goma mientras esperaba. Odio esperar. Pensé en volver dentro y prepararme algo de comer, pero justamente cuando saqué el teléfono de mi bolsillo para marcarle a Vicente un deportivo rojo se estacionó en mi acera. De él bajo un sujeto hermoso, de ojos grises, cabello negro hasta los hombros, muy buen cuerpo enmarcado por los jeans holgados y camiseta blanca. Su rostro parecía una escultura, pero su estilo era influenciado por el aire brutal de un guerrero antiguo.
Theodore.
─¡Hola! ─saludé levantando la mano, intentando no sonar o lucir sorprendida mientras dejaba caer mi goma de mascar al suelo.
Comencé a caminar hacia el auto, era lógico que él fuera el enviado a recogerme cuando vivía al lado, pero cuando estuve a punto de llegar a la puerta se atravesó en mi camino a la manija.
─Pensé que me conocías mejor, Elena. ─Me sonrió, dejándome totalmente embobada. Sus dientes eran completamente perfectos también─. ¿Has olvidado de que soy un caballero?
─No, solo utilicé la lógica. Estaba más cerca de la puerta que tú, así que era más práctico que yo la abriera ─le respondí cuando estuvo a mi lado, su cuerpo ocupando más espacio en el auto del que en realidad abarcaba.
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Amor condicional © (STAMFORD #1)
RomanceElena juró no volver a la ciudad en la creció, pero tras una llamada de auxilio de su pequeña hermana empaca todo lo de su amada Grecia que pueda llevar dentro en una maleta y se halla regresando. Sebastián nunca supo en lo que se metió cuando acept...