PRÓLOGO:

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Me levanté a las seis en punto de la mañana y salí a correr. La alarma de mi cronometro sonó a los dos kilómetros y medio, indicándome que era hora de volver a casa. Saltando sobre mis pies, me di la vuelta e inicié el trayecto de regreso. Debido al cambio de dirección, el viento golpeaba mi rostro con fuerza e hizo que la tarea de controlar mi respiración fuera más difícil. Para darme ánimos seguí el impulso de mirar el paisaje que me rodeaba. Funcionó. A los segundos me acostumbré a las fuertes corrientes. Tomé una profunda bocanada de aire cuando eso pasó.

Amaba mi ciudad.

Colinas llenas de vegetación boscosa y terrenos planos poseedores de pequeñas cabañas de madera ofrecían un lindo aspecto rural. El concentrado olor a pino también tomaba un papel importante, complementando la atmosfera de película junto con la humedad. La llovizna no podía faltar. Se unió como elemento extra a medio rumbo, por lo que aumenté la velocidad para resguárdame lo más rápido posible bajo techo.

Entre tanto el sonido de golpeteo viscoso se coló entre el volumen de mis auriculares. La verdad era que a pesar de la interrupción de algunas estrofas de It's Time, me gustaba escuchar mis zapatos impactando contra el asfalto. Irónico. Después haber sido toda una inconformista arrogante, la vida se había encargado de convertirme en una amante de las pequeñas cosas. La mayoría de los detalles insignificantes me fascinaba más que cualquier excentricidad.

Mi trote se fortaleció al hallarme en la zona seca, dónde aún el agua de las nubes no había llegado a tocar el suelo. Cambié de canción para hacer una entrada triunfal y tatarear I Could Be The One mientras subía la escalerita que comunicaba la acera con el jardín delantero. Por encima de la cerca le di un cansado saludo a Theodoro, el vecino que casualmente trabajaba en el mismo hospital que yo. Según decían los rumores de pasillo también estaba apuntado como bailarín exótico. Personalmente no era creyente de esos chismes, pero no dudaba que tuviera éxito en lo segundo de ser así. Tenía un cuerpazo que sólo deberían tener las deidades.

Y unos brazos, una espalda, unos abdominales..., pensé.

Desconcentrándome de su belleza masculina, hice el ritual de empujar la puerta dos veces antes de darle vuelta a la llave y entré en mi hogar. Fui recibida por mis muebles árabes, Patricio, mi gato, y el familiar aroma a chicle de los productos de limpieza. Me dirigí directamente hacia la cocina y cogí una manzana del refrigerador para morderla mientras se cocinaban mis panqueques. Leí y hojeé una revista local página tras página hasta que estuvieron doraditos. Tras tener mi estómago saciado, me encaminé a darme una larga ducha con agua caliente. Una vez higienizada de pies a cabeza seleccioné un conjunto de falda negra de tubo y camisa de botones gris. Un par de tacones negros le dieron diez centímetros más a mi estatura y estilizaron mis piernas. Finalmente completé mi atuendo con una cadena de oro blanco.

Estaba a punto de marcharme cuando terminé dando vueltas por el salón en busca de mi teléfono. Mientras metía medio cuerpo bajo el sofá, pensé en lo genial que sería que alguien inventara un localizador exclusivo para ellos.

Descarté la idea al recordar que también podría perdérseme.

Quince minutos luego estaba exasperada, desquiciada, conteniendo las ganas de chillar. Lo peor era que para no molestar a nadie con mi estúpido tonito solía seleccionar el perfil silencioso. Por lo que para encontrarlo no serviría llamar.

Llamar...

Llamar.

¡Junto al teléfono fijo! Corrí hacia la sala y tomé el endiablado aparato de la mesita. La pantalla estaba en negro. Puse los ojos en blanco. No tenía batería.

Ahora, con el cargador en mi bolso y la bata colgando sobre mi hombro, eliminé las pelusa adheridas a mi vestimenta y, llaves en mano, estaba a punto de salir cuando un molesto pitido interrumpió mi partida por segunda vez.

Pisoteé de vuelta a la sala al verificar en el reloj sobre la chimenea, que tenía menos de media hora para llegar al consultorio y seguir con mi record intachable de puntualidad. Incluso sopesé la posibilidad de dejarlo sonar e irme. Podía sencillamente ignorar a quien estuviera llamando, pero gracias a mi extremadamente preocupada y buena conciencia, rechacé la idea casi automáticamente.

¿Y si era una emergencia?

Refunfuñando, descolgué─. ¿Hola?

Por unos segundos silencio fue lo único que hubo entre las dos líneas. Me cubrí el rostro con las manos cuando finalmente alguien habló del otro lado.

─¿Elena?

Amor condicional © (STAMFORD #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora