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SEBASTIÁN:

La vista que ofrecía la localización de mi oficina en el último piso de un rascacielos en la Quinta Avenida me permitía visualizar uno de mis más grandes logros. El Casino Broke de Nueva York era uno de los diez casinos más concurridos en el mundo, siendo este a la vez uno de los pocos que manejaba grandes cantidades de dinero, más ricos que los ricos, en apuestas de manera legal. Cada uno de los casinos de mi línea tenía una pequeña zona exclusiva en donde se manejaban las apuestas y los juegos con grandes cantidades de por medio, sin embargo, todo era claro como el agua. Con eso quería decir que no había ningún tipo de trampa, los participantes eran investigados antes de ingresar al juego y el dinero era completamente limpio, sin mencionar que también contábamos con mucha seguridad tanto dentro como fuera del casino.

Gracias a William, mi jefe de seguridad y lo más parecido que tenía a un amigo, nunca habíamos tenido ningún inconveniente mayor con la policía y aspiraba que así siguiera siendo. El hombre nunca dejaba de trabajar y nunca se quejaba por ello o exigía más dinero. Inclusive en varias ocasiones le había ofrecido un aumento de sueldo sin razón alguna para no sentirme como un explotador. También, al paso de los años, me había dado cuenta que, al igual que yo, se centraba en el trabajo para tratar de llenar vacíos en su vida.

En fin.

Aquí estaba yo, sentado en una cómoda silla de cuero negro con un café bien cargado en la mano, con una bandeja llena de correos por leer y contestar, con finanzas que hacer y revisar, pero sin poder concentrarme en lo absoluto por esa rubiecita con aspecto de ángel y sonrisa malvadamente traviesa que tenía como cuñada. El colmo del asunto era que esta semana estaba más cargado de trabajo que nunca y no lograba concentrarme una mierda por su culpa, formando una torre de papeles de No hecho sobre mi escritorio.

Y como si eso no era suficiente, todavía no podía sacarme de la cabeza la imagen de su cuerpo en ese vestido blanco y en tacones.

Y como si eso no fuera suficiente para dañar mi cordura, ahora tenía que verla por el resto de mi vida.

Elena.

Así se llamaba la muy descarada, con esa cara de mosquita muerta, fingiendo muy bien ser tierna y amable cuando en el interior era tan malvada como el mismísimo diablo, pero a la vez tan seductoramente sensual como...

Mierda.

Completamente frustrado pasé inconscientemente la mano por mi cabello, despeinándolo. ¿Por qué tenía que pensar en ella de ese modo? ¿Por qué tenía que pensar en ella, de todos modos? ¿Por qué mi mente no dejaba de pensar en lo suave que parecía su piel al tacto, en sus largas piernas, en la profundidad de sus ojos, en lo sensible que podría...?

—Ah.

Ahí estaban otra vez esos ojos verdes atormentándome. No le bastaba con no dejarme dormir durante toda la noche, pensando en ella mientras daba vueltas como un perro en la cama hasta dormirme por no poder con el cansancio. No. Parecía no estar satisfecha porque ahora también estaba afectándome en el trabajo durante las horas diurnas.

Reí amargamente por la ironía de la situación.

Genial.

Simplemente genial.

Lo que no quería y evitaba sentir hacia mi esposa, lo sentía hacia mi cuñada.

Sin ofender, pero la cabellera negra de Eline, con sus dulces ojos azules, gran corazón y aspecto de niña solo lograba inspirar en mi un pequeño sentimiento de ternura y desprecio hacia mí mismo en mí. Elena, por el contrario, hacía que mi mundo se pusiera de cabeza, porque con tan solo una de sus explosivas miradas...

Amor condicional © (STAMFORD #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora