La Ciudad de los locos Melancólicos

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Salí de mi casa para ir a entrenar, y ya comenzaba a sentir ese peso al que me estaba acostumbrando en el pecho, succionando hacia abajo, buceando en mi interior como pececito curioso. No le di importancia. Todos dicen que cuando vas creciendo es más fácil obviarlo, y la verdad que me estaba resultando difícil de creer, pero debía guardar las apariencias. Ya estaba grandecita como para preocuparme por esa clase de nimiedades. O eso decían aquellas personas que adoran hablar de los demás, como si estuvieran opinando sobre una pintura o sobre qué clima haría el sábado.

El día estaba feo y el pronóstico hablaba de una tormenta fuerte que llegaría sobre las diez de la noche. Me fui caminando de todas formas, en lo único que podía pensar era en el refrescante olor a lluvia, y en ese frío seco que te cala hasta los huesos...

Cuando salí de entrenar ya era de noche, y una tormenta comenzaba a hacerse notar. Abrí mi paraguas rojo, y de un saltito, como si estuviera jugando a la rayuela, esquivé las baldosas rotas. Alguien las había acomodado para que sus partes formaran una flor, por lo que supuse que era mi turno. Apretando bien fuerte el paraguas con una mano, las reordené. Volteé hacia atrás para ver si venía alguien, y me llenó de tristeza ver a una mujer entrada en años caminando sola bajo la tormenta, en las mismas circunstancias que yo. Mi obra de trocitos de baldosa solo alcanzaría la gloria momentánea que sus ojos pudieran ofrecerle.

Queriendo evitar el sufrimiento de ver cómo se desarmaba el rompecabezas, me encaminé hacia la esquina, sin dudarlo, como cuando se quita una curita. Desafortunadamente, el viento dio vuelta mi bonito paraguas rojo, y lo dejó inservible. Caminé unos metros más, resistiéndome a la idea de dejarlo ir, para acabar abandonándolo sobre La pila de los Caídos. Siempre me había gustado la idea de una escultura hecha meramente de paraguas, botitas para lluvia y pilotines en desuso. Como si fuera un monumento a las lágrimas del cielo.

Cuadras después me detuve al amparo de un farolito. La ropa se me estaba destiñendo, y empezaba a tener síntomas de ese sentimiento despreciable. Gruesas gotas de pintura azul salpicaban mis zapatos y nadaban alrededor de mí, creando una aureola fantasmagórica que enseguida se lavaba con el agua. Era tan triste, había gastado mi último pote de pintura azul y, en menos de lo que se aplasta un despertador a las seis de la mañana, mis ropas ya volvían a su color madre: el blanco.

Al mismo tiempo que un árbol se sacudía de su olor a lluvia y esta se pegaba a mi nariz de forma violenta, una melodía alegre flotó por el aire, se enredó en las ramas, me dio cinco vueltas completas y se amontonó en mis oídos, queriendo entrar toda junta. Orden, por favor. Me tambalee debido a la sorpresiva mezcla de dos sensaciones tan fuertes, y me estabilicé sacando la bailarina torpe que todos tenemos dentro para estas situaciones.

Un muchacho se me acercó. Sus ropas verdes ya estaban perdiendo color, debía sentirse tan triste como yo. Me invitó a bailar una pieza con un movimiento galante que provocó una estruendosa risa de mi parte. Dejando mi pesar de lado, enredé su brazo con el mío y me animé a bailar algo que nunca había bailado. Lo pisé muchas veces, pero él nunca se quejó. Haciendo un gracioso saludo con su sombrero empapado, me despidió y yo abandoné mi farolito para seguir caminando.

Iba mirando el cielo, que se iluminaba de a ratos como hacen los fluorescentes antes de prenderse por fin. Era como si todas las estrellas del firmamento se hubieran puesto de acuerdo para hacernos señales intermitentes. Qué chistoso...

Al estar con los ojos en otro mundo, pisé un pedazo de cartón. Se escuchó un chillido agudo, y me sentí la peor persona del mundo. Lo corrí con la puntera del zapato, con miedo a ver qué había debajo, y unos ojitos amarillos y asustados me recibieron. Con delicadeza y rogando que no me mordiera, recogí a la bolita de pelos con cola escamosa y colmillos de cachorro, lo envolví en mi campera y a pasos torpes seguí caminando.

Como pudo, el animalito me dio las gracias a su manera. Sin abrir apenas su hocico, comenzó a cantar. Los adultos nos habían contado que ellos estaban dispersos por toda la ciudad, y que si los sabíamos encontrar nos iluminarían la mente con sus cánticos. En el último tiempo, no se los podía encontrar con la misma facilidad que con antaño. No sabía si era porque estuvieran a punto de desaparecer, o si ya habíamos alcanzado tal grado de insensibilidad que ya no los necesitábamos y se habían visto obligados a emigrar.

Solo sé que, de repente, el sol se abrió paso, empujó a las nubes negras para hacerse un lugarcito y arrojó la idea de sus rayos sobre mi cabeza. El animal cantó más fuerte, y hasta pude sentir que se me secaba la ropa.

¿Cómo se le decía? ¿Melancolía? Sí, así. La palabra prohibida, la que nos hundiría hasta el más profundo de los pozos y nos encarcelaría. Todos le temían, una palabra que tan fácilmente podía materializarse dentro de la realidad...no podíamos permitirnos decirla en voz alta. Eso sería aceptar que existía, y para qué reconocer que algo existe si puede ser ignorado.

Hasta los locos necesitábamos una manera de aferrarnos a la realidad que nos habíamos creado.

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now