Jardín Encantado

6 0 0
                                    

Este círculo sin fin se repetía todos los días, sin excepción. Hasta el 18 de agosto, día en que cumplí catorce, día en que todo se terminó de desmoronar.

Veamos, esta es una frase que describe casi perfectamente mi vida hasta los veinte años. "Muchas hermanas y muy poca plata". Por si se lo preguntan, nada bueno sale de esa combinación. Era la mayor de seis hermanas. Mi mamá, Hortensia, padecía de una enfermedad que la tenía postrada en cama y limitaba sus movimientos; y mi padre no era el ser más afectivo ni mucho menos. Debo serles sincera, jamás lo sentí como tal.

Cuando cumplí catorce hubo un acontecimiento que me hizo abrir los ojos, que arranco el velo que me había impedido actuar como debía. Hasta ese momento mi vida había sido en extremo monótona y rutinaria, en el más puro y simple significado de la palabra. Me levantaba alrededor de las cuatro de la mañana, consolaba a Iris de sus fuertes pesadillas, terminaba mis tareas a duras penas, con un ojo sobre los apuntes y otro sobre ella. Cerca de las seis, preparaba el desayuno para todos, apartando una porción para mi mamá en una bandeja floreada, acompañado de una serie de medicamentos obligatorios, y se los subía hasta la habitación. Dejaba dicha bandeja en su mesita de noche, le hablaba a su fantasma de forma suave hasta que abría débilmente los párpados, la ayudaba a ponerse de pie y la bañaba en el reducido espacio que era su cuarto de baño. Luego, cambiaba de lugar con Jazmín. Ella asistía a mi madre en su desayuno, mientras yo preparaba al resto de mis hermanas para su día de clases. Todo esto en sumo silencio, como habíamos aprendido a mantenernos a la fuerza. Las circunstancias lo exigían, y era una cuestión de supervivencia. En ese momento pensaba en el hombre como un ser que se adapta.

Alrededor de las siete y media nos subíamos a un colectivo que nos llevaba hasta la escuela. Todas nosotras esperábamos ese momento del día, y el mismo tiempo lo odiábamos. Por un lado, nos gustaba alejarnos del asqueroso barrio en que vivíamos. A medida que el vehículo avanzaba, podíamos ver cómo las construcciones eran cada vez más grandes y hermosas. Soñábamos despiertas. El problema era que detestábamos dejar a nuestra mamá sola en casa. Es cierto que el hospital mandaba una enfermera a cuidarla, pero no confiábamos en ella lo suficiente.

En cuanto nos bajábamos del colectivo, no volvía a saber de mis hermanas hasta las tres de la tarde, hora en que nos encontrábamos en la parada nuevamente para volver a nuestro trocito de infierno en la tierra.

Una vez allí, despedíamos a la enfermera con sonrisas falsas y tirantes, y corríamos hasta la habitación de quien nos diera la vida. Pasábamos allí cerca de una hora, donde ella simulaba estar bien para nosotras mientras charlábamos. Luego, ayudaba a mis hermanas con sus tareas, a la par que comíamos unos sándwiches más finitos que hoja de calcar. Cuando el reloj de la sala nos avisaba que eran ya las seis menos cuarto, juntábamos todo a los apurones, y encerraba a mis hermanas en sus habitaciones.

Antes de que saquen cualquier conclusión, déjenme aclararles. Verán, mi padre tenía la mala costumbre de llegar de su "trabajo" y comenzar a tomar como barril sin fondo. Sabía, por experiencia, que esto lo volvía en extremo violento, por lo que procuraba mantenernos a todas lo más lejos posible de sus garras. Sus gritos, maldiciones, ruidos de vidrios rotos, patadas a nuestras puertas y golpes a las precarias paredes duraban hasta las ocho (a veces hasta las nueve) hora en que salía de casa para no volver sino hasta la mañana siguiente.

Cuando el finalmente se largaba, yo abría las puertas de mis hermanas, y nos quedábamos todas juntas en mi habitación hasta que lograba calmarlas. Estaban acostumbradas a esto, pero sus corazones no podían evitar llorar.

18 de agosto, mi cumpleaños. Volvíamos de la escuela. Estábamos a tan solo dos cuadras de casa. Íbamos tan atentas a nuestro alrededor para que no nos robaran, que no fuimos capaces de notar la ambulancia que pasó volando junto a nosotras. Por esto, fue grande nuestra sorpresa cuando la vimos estacionada frente a nuestra puerta, junto a una patrulla de policía, que hablaba con una muy llorosa enfermera. Para mí, el significado de esta escena fue por demás claro, pero no puedo decir lo mismo de mis hermanas, que se acercaron a esta corriendo, sedientas de respuestas. Me quedé a unos cuantos pasos de ella, sin atreverme a escuchar la respuesta de la mujer, pero leyendo sus labios. En ese instante, me di cuenta que había estado haciendo de escudo por ellas, pero de todas formas me permití quebrarme. Solo sería un momento. No lloraba (o tal vez sí, pero el dolor me insensibilizaba el cuerpo), no emitía ruido alguno, pero sentía como la vida se e escurría del cuerpo. Me quedaba vacía. Me sentía vacía, hueca, y estaba convencida de que el menor viento me llevaría volando.

A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)Where stories live. Discover now