Él estaba paseando por la feria. Bueno, no paseaba en realidad. Inevitablemente tenía que pasar por allí a la vuelta del trabajo. De chiquito le encantaba, siempre estaba molestando a sus hermanas mayores para que lo llevaran. Cada fin de semana se levantaba y pedía que lo acompañaran hasta la feria. Disfrutaba de ver las antigüedades, de revolver entre cajas y cajas hasta encontrar algo que le gustara. Había gastado buena parte de sus ahorros allí. Pero, con el tiempo, dejó de frecuentarla. Empezó a salir más con sus amigos, o a quedarse adentro estudiando. Pronto, la alegría de revolver cajas y entablar amistad con los excéntricos vendedores de antigüedades se volvió un feliz recuerdo, uno que salía a la luz cada tanto en reuniones familiares.
Un pisotón, un codazo en las costillas, un golpe en la cara con una mochila. "Qué brutos. ¿Ya nadie mira por dónde camina?", se preguntaba, mientras trataba de apurar el paso para salir de esa vorágine de personas. Odiaba que le extendieran la jornada de trabajo hasta los sábados al mediodía, puesto que era cuando más gente se aglomeraba en los puestitos. Un perro pasó corriendo por entre la gente, cubierto en barro, y ensució sus pantalones de vestir. Gruñó enojado mientras miraba la mancha. Los había mandado a lavar dos días atrás. El gusano del enojo comenzó a crecer en su interior, estirándose desde sus intestinos hasta su estómago. Un hombre con su hijo le pidieron permiso para pasar, y no se corrió a propósito. Si pasar por allí iba a ser una tortura para él, que lo fuera también para todos los demás.
Estaba llegando al final de la feria, donde se encontraban los puestos más extraños, como bien se lo indico el fuerte olor a sahumerios que emanaba de una de las mesas. Una mujer, envuelta en trapos de colores y con cientos de collares y pulseras de cuentas alrededor de su cuello y muñecas, promocionaba a los gritos una serie de piedras de colores que tenía exhibidas, alegando que de llevarlas encima 40 días curaban las heridas de desamor, hacían olvidar la traición, disminuían el dolor en nuestros planos espirituales y muchas otras cosas con mucho menos sentido. El puesto de al lado a ese pertenecía a un hombre fornido, vestido con mucho negro y cuero, cuya barba desaliñada le cubría casi la totalidad del rostro. Tenía muchos frasquitos de conserva apilados. Al verlo pasar abrió uno y le ofreció probar. Un putrefacto olor a anchoas lo envolvió, y tuvo que hacer mucha fuerza para reprimir una arcada. Con un gesto de la mano, sin demasiadas ganas de ser cortés, negó la invitación Pasó varios puestos más, uno más raro que el otro, hasta que sin querer se paró en uno. Vendía libros usados, su debilidad. Además, el vendedor no parecía sacado de una película de terror como los demás, así que le sonrió a medias y se puso a revolver. Abría y cerraba cuanto libro le llamaba la atención. Por un momento, se olvidó de la mancha en su pantalón, se olvidó de los codazos en las costillas y de la mochila en la cara. Se olvidó de todo, y una sonrisa pequeñita se formó en su rostro.
Mientras, el anciano lo observaba curioso. Lo evaluaba en silencio. Al estar a una distancia tan corta, podía leer sus pensamientos como si del diario se tratase, podía hurgar en sus recuerdos y charlar con su subconsciente. Podía abrir y cerrar archivadores, leer manuscritos y juzgar los cuadros de las paredes. Cuando estuvo seguro de su decisión, unió sus manos tras su espalda e inclinándose un poco hacia adelante habló: "Hoy hay dos por uno en todos los libros que están sobre esta mesa, ¿sabe?". Él apenas lo escuchó, pero respondió de todas formas. "Magnífico. Gracias".
Siguió revisando en silencio, leyendo contraportadas y sumergiéndose en más de una docena de primeros capítulos. Pero nada parecía convencerle. Hasta que lo encontró. Nada más verlo, no pudo evitar tomarlo entre sus manos. Era un ejemplar pesado, en tapa dura, con páginas gruesas y amarillentas. Tenía complicados dibujos alrededor del título, sobre el lomo y en la contraportada. Delicadas líneas en dorado se mezclaban y formaban un bonito entramado que mantenían a uno hipnotizado siguiéndolas con los ojos. Se titulaba "Escapando al destino", y parecía muy interesante. Sin pensarlo dos veces, manoteó otro libro que había estado observando antes, y le pasó ambos al señor. "Llevo estos". El anciano se dio vuelta para buscar una bolsa mientras intentaba disimular su sonrisa oscura. Sabía muy bien el libro que su cliente estaba llevando, y no iba a detenerlo. También sabía que iba a ser elegido por el volumen mucho antes de que él siquiera lo tomara entre sus manos. Tantos años esperando que sucediera, y por fin estaba pasando.
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A veces Canto (y otras susurro himnos de guerra)
General FictionA veces canto, y otras susurro himnos de guerra. A veces, juego a ser pájaro y doy vueltas por los cielos. Me enredo en las brisas, me zambullo en las nubes, aleteo con todas mis fuerzas para ver si alcanzo el sol, me dejo caer de espaldas y agarro...